miércoles, 18 de noviembre de 2015

Pritty Limón



Germán tuvo el impulso, el ansia siniestra de pegar un volantazo y reventarse contra uno de los árboles que se repetían y se repetían al costado de la ruta buscando así emerger de esa estúpida sopa de silencio y bronca que, después de horas de viaje,  ya chorreaba por las ventanillas de su auto. Tuvo ese impulso de verdad y no paró de manifestarse en forma de flashes en varios momentos del viaje, pero siempre se contuvo, vaya uno a saber por qué.
Desde el asiento del acompañante, Natalia hacía cálculos y aproximaciones con los que intentaba averiguar si había reservada para ella alguna posibilidad de evitar la muerte si finalmente se decidiera a abrir la puerta de ese auto para luego escapar de un salto de todo aquel patético infierno. Hizo las cuentas meticulosamente, pero ninguno de los resultados logró satisfacerla, entonces se limitó a perder la mirada entre alguno de losa árboles que se repetían y se repetían al costado de la ruta.

Ninguno de los dos conocía puntualmente el porqué del desencuentro de turno.  Después de seis años de relación (tres de ellos en convivencia) los límites entre cada una de sus peleas se habían empezado a difuminar: el problema de hoy, remitía al de ayer, que a su vez estaba conectado con el de antes de antes de ayer que seguramente volvería a aflorar mañana o pasado,  y así. Era una suerte de estado de sitio constante que aunque por momentos se fingiera durmiente, latía bien fuerte y amagaba permanentemente con desatar cruentas balaceras en cada uno de los rincones de la casa, luego de las cuales siempre había algún muerto para lamentar.
Sangraban. Los dos.  Había un tajo rojo y profundo entre ellos que ardía todo el día y no los dejaba pensar,  y no los dejaba sentir. Últimamente, en completo silencio, habían acordado no hablarse. Él llegaba de trabajar, prendía la televisión y se perdía en el fútbol inglés. Ella lo escuchaba llegar y se sumergía en el estudio de la termodinámica. Para cocinar, se turnaban. Hacían comida para los dos, se servían la mitad en un plato y dejaban la mitad restante en la olla para que el otro la retirase cuando el uno se hubiese alejado prudencialmente de la cocina que, dicho sea de paso, es el ambiente más peligroso a la hora del disturbio doméstico. Se terminó gestando entre ellos una muda sincronía como de espectáculo de mimos, pero definitivamente menos simpática. Es cierto que se trataba de una medida drástica (esta del pacto de silencio), pero al honrarla por los menos se ahorraban los gritos (a los que se sumaban  las consecuentes quejas de los vecinos), como así también la rotura de vajilla y el mobiliario. Esta iniciativa les funcionó bastante bien por un tiempo, pero sucedió que a mediados de Noviembre se vieron obligados a asistir a un casamiento en la provincia de Córdoba. Faltar no era una opción, viajar en avión tampoco. El sentido común les susurraba desde atrás de la oreja que una cosa era evitarse totalmente estando dentro de una casa de tres ambientes con patio y terraza, y otra muy diferente era hacerlo en las entrañas de un Volkswagen Gol gris topo. La sola idea los aterraba.

Salieron un sábado a la mañana. Germán se puso ropa cómoda, zapatillas de correr y la esperó en el auto por más de diez minutos. Natalia se pintó la boca de rojo, se puso lentes de sol, se tapó la cabeza con una chalina y le cerró la puerta un poquito fuerte a propósito, para que viera con qué bueyes estaba arando.  Él puso cara de fastidio, pero no dijo nada. Arrancó el motor, sacó el freno de mano, suspiró resignado saboreando el inminente suplicio y pisó el acelerador. Ni siquiera habían llegando a Avenida Santa Fe y ella ya se estaba engranando: “Siempre agarra por acá. ¿No se da cuenta de que se morfa todos los semáforos? ¿Será posible?”, pensaba mientras movía la piernita con ritmo nervioso, lo que generaba un apenas audible tun-tun en el piso del auto que sin embargo Germán percibía como una manada de elefantes atravesando su cuero cabelludo. “¡Ahí está la piernita! ¿Cuánto vamos, quince minutos? Sí, quince minutos y ya empezó con la piernita”, se lamentaba indignado.
Pararon antes de llegar a General Paz para cargar nafta. Él se bajó a comprar algo de tomar, pero lo único que encontró frio en la heladera fue una Pritty Limón. Germán detestaba la Pritty Limón. Ya había descartado totalmente la transacción cuando lo asaltó la idea de que ella pudiera pensar algo así como “¡Ni siquiera tuvo la delicadeza de comprar algo de tomar! ¡Dios me libre y me guarde!”. Furioso apretó los puños tomando la frase como ya pronunciada, volvió a la heladera y compró dos litros y cuarto de ese brebaje radioactivo disfrazado de gaseosa digna. Finalmente volvió al auto, abrió la Pritty, le dio un sorbo con dificultad, se dijo “definitivamente esto no es para mí”, la revoleó en el asiento de atrás y retomó el viaje. Natalia, por su parte y como era de esperarse, se quejó en silencio “¡Para comprar eso, mejor no hubiera comprado nada!” y se empezó a pintar las uñas.
El Gol se abría paso rápidamente por la ruta 9 esquivando obstáculos con perfecta imprudencia. Se notaba claramente en sus maniobras que había apuro. Se presentía perfectamente en su andar que era preciso llegar cuanto antes; no por el entusiasmo que suele generar la idea de cambiar de paisaje, tampoco por la promesa de un sustancioso desenfreno etílico junto a amigos de la primaria, mucho menos por el ineludible trencito de carnaval carioca con las manos en la cintura de un cualquiera y la corbata verde ajustada sobre la  frente sudada y pegajosa de las 5 de la mañana. Lo que ansiaban con simétrico esmero era poder salir de ese auto para dejar cuanto antes de estar el uno con el otro.
Ya habían transcurrido un par de horas largas cuando la pregunta “¿Por qué seguimos juntos?” los impactó casi al mismo tiempo. Natalia se acordó de sus amigas. La mayoría ya estaban casadas y un buen número de ellas también tenían uno o más hijos. Ella no estaba segura si precisamente eso lo que quería para su vida, pero sentía que estaba llegando a destiempo a todo y eso la desesperaba un poco.
Germán pensó en su secretaria que no dejaba de provocarlo a todo momento, de lunes a viernes de 9 a 18. El siempre la había esquivado. Era evidente hasta para un no vidente que Natalia era mucho más linda que ella, pero todo aquello de sentirse deseado, ese jueguito perverso de aproximaciones pero nunca contactos le estaba empezando a cosquillear desde adentro. Para colmo hacía meses que Natalia ni siquiera lo tocaba.
El silencio ya espesaba el aire dentro de aquel auto.Se sabe que los silencios pueden ser de lo más bellos cuando remiten a la pausa, al descanso, al suspiro, a la paz. Pero cuando están cargados de reproches, de espantosas omisiones y verdades empantanadas, arruinan el aire y  de alguna manera lo transmutan en espantosas anacondas que terminan por sofocar los corazones como a míseros ratones.
Fue por temor a esto que a Germán, a la altura de Rosario, se le ocurrió prender la radio. Durante horas se sucedieron canciones horribles que apenas lograron entibiar la hostilidad que ambos supuraban, pero en cierto momento el locutor anunció “Y a la vuelta de la tanda, lo que veníamos prometiendo: ¡Nuestro 2 x 1 del sábado! Suenan hoy dos temas de los Beach Boys por el precio de uno. ¡No te vayas que ya volvemos!”. Cuando escucharon el nombre de la banda, los dos al mismo tiempo dirigieron una mirada incrédula y fugaz hacia la radio con los ojos abiertos como platos. Germán y Natalia morían por los Beach Boys. La tanda se hizo eterna, pero justo después de un aviso de una pinturería empezaron a sonar las primeras notas de “Wouldn´t It Be Nice” (“¿No sería lindo?”, en castellano). Los dos se la sabían de memoria y no pudieron evitar usar sus gargantas por primera vez en todo aquel día para cantar a viva voz. “Wouldn't it be nice if we were older? / Then we wouldn't have to wait so long” (“¿No sería lindo que fuésemos más grandes? / Así no tendríamos tanto por esperar”), en perfecta armonía mientras bailaban de la cintura para arriba. “You know it's gonna make it that much better / When we can say goodnight and stay together”  (“Sabés que todo va a estar mucho mejor / Cuando podamos decir buenas noches y quedarnos juntos”), y  sonreían y se miraban a los ojos despues de mucho tiempo.“Happy times together we've been spending /I wish that every kiss was never ending / Wouldn't it be nice?” (“Juntos pasamos tiempos felices / Ojalá cada beso fuera interminable / ¿No sería lindo?”), decía la dulce voz de Brian Wilson y el Gol de repente era todo alegría.
Sin separador mediante empezó a sonar el segundo tema, tal como estaba previsto. Apenas se dieron cuenta de que se trataba de “God only knows” (“Solo Dios sabe”) los dos gritaron “¡UUUHHH!” -interjección de alegría que uno emite cuando suena su tema favorito-. “I may not always love you / But long as there are stars above you / You never need to doubt it / I'll make you so sure about it / God only knows what I'd be without you” (Quizás no te ame por siempre / pero mientras haya estrellas encima tuyo, / Ni siquiera tenés que dudarlo / yo me voy a asegurar de que no lo hagas / Solo Dios sabe qué haría yo sin vos”), canturrearon tomados de la mano rozando la disfonía mientras Germán marcaba el tiempo con la bocina “If you should ever leave me / Though life would still go on believe me / The world could show nothing to me / So what good would living do me / God only knows what I'd be without you” (“Si alguna vez me dejaras / Si bien mi vida continuaría, / El mundo ya no tendría nada para mostrarme /¿De qué me serviría vivir entonces? / Solo Dios sabe qué haría yo sin vos”) se decían el uno al otro y eran, por un ratito, todo amor. El hermoso tema finalizó con ese precioso arreglo vocal que ellos reprodujeron con precisión,  tomándose turnos, cambiando de registros como si se hubieran pasado la vida ensayándolo.
Luego silencio. Otra vez silencio, como si nada de aquello hubiese pasado. Faltaban un par de horas todavía, la ruta estaba desierta y el cielo se había encapotado. Miles y miles de árboles enmarcaban el pavimento hasta más allá del horizonte mientras Germán y Natalia empezaban a considerar seriamente la opción de reventarse contra un árbol o de saltar del auto en movimiento y así dar fin a ese calvario. Ella, con la garganta seca de tanto cantar, tanteó el asiento de atrás y encontró la Pritty Limón. Le dio un sorbo largo, pero a mitad de camino, cuando su boca ya estaba llena de ese líquido espantoso, sus papilas dieron el alerta y, sobrepasada por el asco, no pudo más que escupir todo el buche nuevamente dentro de la botella, contaminando su ya de por sí repugnante contenido con su saliva caliente. Disimuló lo mejor que pudo y volvió a dejarla en su sitio haciéndose la desentendida.
Los kilómetros y las horas se sucedieron anodinos como si se hubieran sometido al más soso “Copy-Paste” y ya casi estaban llegando, cuando una sed espantosa invadió a Germán por completo. Buscó en el GPS una estación de servicio en la que comprar algo que le permitiera saciarla. Se resistía a volver a tocar la Pritty. Se negaba a tocar la Pritty. Comprobó con desconsuelo que no había ningun dispendio en las cercanías y entonces decidió, no sin meditarlo varias veces, desquitarse con lo único que tenía a mano. Tomó la botella casi llena sin reparar en la escupida que había dentro. Ella entonces se dio cuenta de lo que iba a suceder, se puso toda colorada y se hundió en el asiento de vergüenza. Se oyó el "TSHHH" propio del destape de bebida gaseosa y el recipiente se acercó lentamente a la boca de Germán guiada por su mano temblorosa. Dio un primer trago, la separó de sus labios, la miró incrédulo no pudiendo entender de que se trataba de la misma bebida, pensó “Epa, ¿qué onda? ¡no está tan mal!” y se la tomó toda (los 2 litros enteros) de un solo sorbo.
Envalentonado por su renovado bienestar y sin planearlo demasiado se dirigió directamente a Natalia: “No te soporto, ¿sabías?”. A lo que ella respondió “Sí claro, yo tampoco”.

Sin sacar los ojos de la ruta, Germán extendió su mano derecha con el puño cerrado como tantas otras veces, ella hizo lo mismo con su mano izquierda y en el instante en que los puños se chocaron, juntos pronunciaron por lo bajo un ya clásico “¡BOOM!”

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