martes, 28 de abril de 2015

Madmoiselle Lenormand



De un tiempo a esta parte me suele tomar por asalto una fecha que yo mismo me sorprendo escribiendo sobre papeles o pantallas sin saber bien por qué, poseído por alguna fuerza extraña.
Entregado al automatismo de algunas cosas garabateo sin pensar un día y un mes que nada tienen que ver con el hoy, ni con la fecha a la cual me quiero referir en aquello que redacto. Y para peor, siempre es la misma. Nueve de Mayo.
Me pasa cada vez más seguido. Generalmente me doy cuenta del error al instante de cometerlo y me lleno de frustración. No por las gomas de borrar malgastadas, ni por el tiempo que consumo en presionar “backspace” en el teclado, sino por volver a caer en la trampa. Por volver a caer en esa trampa que ni siquiera sé quién me tiende, ni cómo, ni por qué.
He buceado en efemérides intentando ubicar en el pasado algún suceso que justifique este comportamiento rayano en lo patológico. Es más bien escaso lo que encontré.
El nueve de Mayo de 1987 murieron 183 personas al estrellarse un avión de la compañía polaca LOT tras despegar del aeropuerto de Varsovia. Yo realmente lo lamento por sus familias, pero me trae sin cuidado.
El nueve de Mayo de 1967 Cassius Clay es desposeído de su licencia para boxear por negarse al servicio militar. Lo entiendo y respeto su decisión, pero no me es tan importante.
El nueve de Mayo de 1883 nació el filósofo y escritor Ortega y Gasset. Me avergüenza confesar que lo único que conozco de él es su nombre y la calle homónima en el barrio de Belgrano.
“Quizás la respuesta no esté en el pasado”, me dije un día. Y entonces decidí investigar el futuro en busca de la verdad.
En O’ Higgins e Iberá, un claro energético en el barrio de Núñez, atendía a sus fieles clientes Madmoiselle Lenormand. Afamada profetiza, médium, pitonisa, tarotista, mentalista, psíquica, vidente y espiritista porteña. Trabajaba de 9 a 18, a pesar de sus ochenta y tantos que la habían teñido de blanco, le habían destruido los huesos y la habían colmado de arrugas.
Fue así que el pasado 17 de Julio guardé mis ahorros en un sobre –los servicios que prestaba Madmoiselle eran igual de prodigiosos que de caros, según decían- y fui a su encuentro con los nervios que me pinchaban la nuca.
Pegado en la puerta de esta señora había un cartel que rezaba:

Madmoiselle Lenormand dejará de prestar sus servicios el día 27 de Julio.
Sepa ud. Disculpar la molestia.
                                                                                      La Gerencia.

Toqué el timbre agradeciendo la suerte que había tenido por haberme acordado de todo este tema diez días antes de la fecha que figuraba en el cartel.
Me atendió una mujer de piel oscura con un rodete en su cabeza y ninguna expresión en su rostro. “Por aquí”, me dijo dejándome pasar. Me pidieron el dinero por adelantado y luego me acompañaron a una habitación en la que había una mesa redonda que sólo tenía dos sillas. Me senté en una de ellas y esperé. Al cabo de unos minutos apareció detrás de una cortina una señora muy mayor acompañada por dos mujeres que le servían de bastón (una de ellas era la que me había abierto la puerta). La ayudaron a sentarse y se quedaron paradas y en silencio a cada uno de los flancos de Madmoiselle. Pude ver entonces que sus ojos eran blancos como la leche. Había perdido la vista hace varios años, pero en su lugar tenía otras formas de ver. Formas que no conocían los grilletes del ahora. Visiones del pasado y del futuro que resultaban útiles o peligrosas según la ocasión y la persona.
Las tres mujeres esperaron en silencio a que les dijera por qué razón había acudido a ese lugar. Yo hice una pregunta como para romper el hielo.
­­­ — ¿Por qué atiende hasta el 27 de Julio? ¿Se muda? —
Madmoiselle sonrió y luego le susurró la respuesta al oído a una de sus ayudantes (Quizás la voz de la señora era muy débil, o quizás menejaba un idioma desconocido para el mortal común, nunca lo supe).
— Algo así. Me mudaré a otro plano para no volver jamás —tradujo la ayudante y luego agregó con sus propias palabras — Lo que quiere decir Madmoiselle es que predijo que ése es el día en el que llegará su muerte.
— ¿Está usted segura? — le pregunté sabiendo que cometía un error. Su cara lo confirmó.
— ¿A qué vino? ¿Qué es lo que quiere saber? — preguntó la mujer a su izquierda haciendo caso omiso a mi pregunta.
Le conté entonces mi drama con el 9 de Mayo. Le dije que había algo dentro de mí que me decía que todo aquello era más que un error recurrente. Que creía que algo importante me sucedería en esa fecha y que tenía la necesidad de saber qué era ese algo.
Ella me escuchó con atención y al final se rio. Pero junto con la risa, llegó también el llanto. Yo me quedé inmóvil, conmovido por las lágrimas que recorrían sus arrugas como el río que sigue su cauce. Se incorporó con mucha dificultad, rechazando la ayuda de sus asistentes, se acercó y me dio un abrazo cálido y precioso que me duró varias horas en el cuerpo. Luego desapareció detrás de la cortina. Las ayudantes se miraban desconcertadas.
— Vuelva mañana— me pidió una de ellas.
Y eso fue lo que hice. No había entendido nada de lo que había sucedido el día anterior. Para peor, no tenía más dinero. Si se les ocurría volver a cobrarme, no iba a tener con qué pagar.
Me recibieron mucho mejor que la primera vez. Fueron muy cordiales, y cuándo les pregunté si tenía que pagar de nuevo se intercambiaron una sonrisa y me dijeron que no iba a tener que darles ni un centavo nunca más.
Durante aquella semana fui todos los días a la casa de Madmoiselle Lenormand. Ella predijo con exactitud cambios de trabajo, adelantó mudanzas, me dijo los nombres de las mujeres que veía en mi camino, me habló casamientos, de hijos, de viajes. Pero yo siempre le consultaba por el 9 de Mayo. Estaba obsesionado. Quería saber qué significaba esa fecha para mi destino. Necesitaba saberlo con todo mi ser. Yo veía como ella se esforzaba por darme la respuesta, pero fracasaba siempre a último momento. Lo intentó todos los días hasta el cansancio, y al  fallar me pedía que volviese al día siguiente, segura de que entonces sí lo lograría.
Llegó entonces el 27 de Julio y Madmoiselle estaba más concentrada y decidida que nunca. Durante aquella sesión, que duró varias horas, seguí sus instrucciones al pie de la letra convencido de que esta vez sí obtendría la esperada respuesta. Tomando mis manos recitó invocaciones como si cantara un mantra interminable que le iba succionando gota a gota toda su energía. La mesa y las sillas empezaron a temblar lentamente y luego se separaron levemente del suelo. Sin embargo todo lo que había sido sutil y amable en esa situación se convirtió en furia en cuestión de segundos. Giramos sin control por lo que parecieron horas, hasta que de repente el movimiento se detuvo súbitamente. Madmoiselle abrió los ojos como si hubiese vuelto a ver y sonrió con toda la boca. La pude ver por un momento joven, bella y radiante. Entonces dejó salir un suspiro y se desplomó encima de la mesa que ya estaba nuevamente en el suelo.
Sus asistentes, contra todo pronóstico, aplaudieron y festejaron entre ellas con entusiasmo. A mí, que estaba mareado y completamente asustado, sólo me salió insultarlas. No podía comprender en ese momento por qué lo hacían. Me pidieron que me tranquilice y que me siente para que ellas pudieran explicarme todo lo que estaba pasando.
Madmoiselle sufría hace años por sus dones. Ya no encontraba paz en nada ni en nadie. Cada vez le era más difícil dormir, ya que sus sueños estaban plagados de información que ella se sentía en el deber de anotar minuciosamente. Pensó varias veces en acabar con su propia vida, pero sabía perfectamente qué era lo que les esperaba a las almas que terminaban en el suicidio. Entonces, cansada de vivir y ansiosa por dejar de hacerlo, buscó en los tejidos del tiempo el día y el motivo de su muerte. La fecha estaba clara -27 de julio-, pero el motivo la confundía. 9 de Mayo. Eso es lo que veía, una fecha dentro de otra fecha. Estuvo años tratando de comprender que quería decir todo eso, hasta que yo me senté a su mesa y le comenté mi problema. Y ella lloró aliviada al conocerme. Lloró aliviada al conocer a la persona que finalmente le daría un poco de descanso a su alma exhausta. Lloró aliviada como quien encuentra a su hijo, luego de años de buscarlo y añorarlo.

Hoy ya es 28 de abril. Faltan poco más de 10 días para el 9 de Mayo y yo aún no sé qué pasará entonces. Quizás no pase nada. Quizás suceda algo horrible. O Quizás pase algo hermoso. Llegaré a ese día con un poco de miedo, pero también con una cuota de esperanza y de entusiasmo.

Ahora que lo pienso, supongo que esta no es una mala manera de afrontar todos y cada uno de los días que a uno le restan por vivir.

miércoles, 1 de abril de 2015

Ojos Amarillos



Todo esto que cuento empezó de la misma manera en que todo lo fatal e irreversible suele comenzar: sin anunciarse, sin ser esperado por nadie.
Noté como todo el vagón se turnaba para fijarme la mirada. Vi también como esquivaban la mía cuando, de a uno por vez, se las iba devolviendo. Pensé por un momento que se trataba un producto de mi imaginación. Esa estúpida persecuta de sentirse observado y sospecharse especialmente feo o ridículo, siendo que en realidad uno es igual de ridículo y de feo que ayer. Pero en este caso había una razón que justificaba tanta mirada. Mi pierna izquierda lucía un lamparón, una mancha enorme en la zona del bolsillo izquierdo que supuraba un líquido que, entregado a la fuerza de gravedad, descendía lentamente buscando alcanzar el pie. Por acto reflejo  me llevé la mano al bolsillo y, al sacarla, estaba impregnada con un fluido espeso y plateado similar al mercurio.
Cada uno suele tener un “protocolo de embolsillado” por medio del cual va guardando sus cosas siempre en los mismos bolsillos todos los santos días. En el mío, el bolsillo izquierdo estaba reservado para el celular. Pero el celular no estaba. Y en su lugar había una extraña baba plateada. Les juro que tuve que hacer la matemática quince veces para convencerme de que, por algún mecanismo que aún hoy ignoro, el celular se me había derretido en el bolsillo.
Después de pasar por el baño con el propósito de emprolijar mi imagen  (y habiendo fallado miserablemente),  seguí  camino hacia la oficina. Me senté en la silla de siempre y pensé en mi celular, en el líquido misterioso  y en la posibilidad de visitar un psiquiatra. No tenía sentido. No había explicación. Para peor, no podía hablarlo con nadie: “¿Qué hacés? ¿Todo bien? Sabés que estaba en el tren, viniendo para acá, y se me derritió el celular…”. Bastante pobre es el concepto que tienen mis compañeros de mí, como para darles también la oportunidad de dudar de mi salud mental. De modo que hice mi trabajo igual de mal que siempre y me fui para mi casa.
Me recibieron mis gatos maullando en stereo. Esto que para todo el mundo puede sonar normal, a mí me llamó mucho la atención, ya que usualmente tienen reservada la cantinela para los minutos previos a sus horarios de comida. Me acerqué a saludarlos, pero me esquivaron rápidamente y corretearon juntos hacia la cocina, como pidiéndome que los siguiera. Apenas crucé la puerta vi que había un charco enorme de color marrón clarito. Cuando estaba buscando un secador y un trapo, me di cuenta de que la alacena había desaparecido. Miré veintitrés veces el lugar donde solía estar, pero no estaba. En realidad sí estaba, pero hecha agua en el suelo.
Pensé en internarme en algún nosocomio no demasiado destartalado de por ahí cerca. Lo pensé seriamente, pero fue justo cuando estaba tipeando “neuropsiquiátricos Núñez” que reparé en que, tanto la gente del tren como mis gatos, se habían percatado del estado líquido del celular y de la alacena (respectivamente). No me lo podía estar imaginando todo. Tenía que estar pasando de verdad. Las cosas se estaban derritiendo de verdad.
Entonces me atacaron miles de peguntas. ¿Por qué mi celular y mi alacena?, ¿Me está pasando solo a mí o hay otras personas igual de aterradas que yo? ¿Serán solamente objetos los que corren esta suerte o puede también pasarle a una persona? ¿Cuál es el motivo secreto detrás de todo esto? Entre pasillos oscuros con miles de encrucijadas me terminó ganando el sueño.
Me desperté sobresaltado, pensando que llegaba tarde a todos lados. Salté de la cama y me metí a la ducha; todo esto en quince segundos, que fue exactamente el tiempo que tardé en darme cuenta de que en realidad era Sábado. Volví a la cama empapado, humillado y con la intención de seguir durmiendo, aun sabiendo que esto no sería posible.
Se escuchó el timbre. El plomero. Me había olvidado de que ese día venía el plomero. Me vestí a las apuradas y bajé a recibirlo. Subimos hablando de cualquier cosa, porque a la gente le cuesta subir dos pisos por escalera en silencio por vaya a saber uno qué causa. Lo hice pasar y fue directo a la cocina. Había una pérdida debajo de la bacha, o algo así, no va al caso. En cuclillas se puso a revisar la zona en cuestión, luego se paró con cara de  “esto te va a salir caro”  y empezó a decir: “Mirá, tenés el caño pinchado. Vamos a tener que...”. No pudo terminar la frase y en un solo segundo se deshizo en un baldazo de líquido rojo pálido que con un “splat” horrible se esparció por el piso de la cocina extendiéndose hasta el living.
Grité, lloré, tropecé, me empapé de plomero y grité un poco más. Escapé de la situación escaleras abajo. Corrí despavorido varias cuadras sin saber a qué lugar me dirigía, hasta que caí en que el tipo no iba a volver nunca a su casa. Su esposa, si es que la tenía, iba a hacer la denuncia tarde o temprano. En algún lado tenía que constar que ese día a las diez de la mañana tenía que estar en mi casa. Entonces, eventualmente vendría la policía y revisaría hasta el último recoveco buscando encontrar algún rastro del desaparecido. Por lo menos eso es lo pensé que podría llegar a suceder.
Fue así que volví a casa, me puse los guantes, tiré por el inodoro baldes llenos de plomero y trapeé por horas con todas mis fuerzas mientras iba preparando respuestas para las preguntas que -calculaba- me haría la policía, en las que aseguraba nunca haber recibido al plomero a la hora estipulada ni a ninguna otra. El mundo se estaba derritiendo, no había tiempo para diseñar planes brillantes (a los que de cualquier manera no hubiese podido arribar).
Agotado nuevamente, me tiré a dormir.
Llegó el domingo con un sol que te invadía la casa, riéndose de las cortinas a su paso. No quería salir de la cama. Todo esto era demasiado para un tipo como yo.
Afuera se escuchaban ruidos. Jugaba River en un par de horas y miles de simpatizantes se iban reuniendo en las proximidades de la cancha (que también son las de mi casa) esperando su cuota de fútbol dominical.
Pensé en tanta gente reunida, tomando cerveza y haciendo estupideces mientras el mundo entero se estaba derritiendo. Primero sentí envidia –lo admito- de su total despreocupación. ¿Cómo podían estar llenos de entusiasmo cuando la misma solidez de sus cuerpos estaba en peligro y totalmente entregada al azar?. No podía comprenderlo. Buscando respuesta a esta y otras preguntas volví a considerar la posibilidad de que realmente no estuviesen enterados de la situación. Los vi ignorantes desde mi ventana y sentí asco (el sentimiento mutaba veloz). Luego, en la esquina, alcancé a ver un nene en los hombros de su padre. Lucía la sonrisa más grande y verdadera que había visto en mi vida. Entonces me atacó la culpa.
Esa gente posiblemente pensaba que todo estaba bien, que les sobraba el tiempo. Quizás no sospechaban que estaban gastando sus últimas horas –o a lo mejor sus últimos minutos- lejos de sus esposas, novias, madres, hermanos. Me sentí con la obligación de intervenir de alguna manera.
Bajé las escaleras con el pecho hinchado de esperanza y con el estómago crujiendo de anticipación. Abrí la puerta del edificio y allí estaba la turba de gente agitando sus banderas, soplando sus cornetas y entonando sus improperios como si nos esperase un mañana.
Elegí un grupo de cuatro o cinco de ellos, les pedí disculpas (los modales ante todo), y empecé con el discurso. Ya ni recuerdo qué es lo que dije, la cuestión es que se rieron, pero después de unos segundos ya se les podía ver la preocupación en las caras. No por el contenido de mi monólogo, sino por creerse en presencia de un auténtico lunático.
Antes de que me pudiera dar cuenta, se había formado un círculo de gente en torno a mí. Y yo gritaba, gesticulaba, me estremecía mientras ellos se alejaban cada vez más, haciendo que el círculo se ampliara y se extendiera, como también lo hacía la atención de la asustada concurrencia. Alguien alertó a la policía, que no tardó en llegar al centro del círculo. Me tiraron al piso y se disponían a esposarme, y lo hubiesen conseguido, pero justo en ese momento sonó un “splash” tan fuerte que hizo temblar el barrio entero. Sobrevino el silencio y miles de ojos se abrieron de par en par al ver como la cancha del club de sus amores se derrumbaba y sus restos líquidos les bañaban los pies.
Yo, más acostumbrado al fenómeno que el resto de la gente, aproveché la confusión para escapar de la policía. Mientras me acercaba a la puerta de mi edificio, veía como la gente embobada se iba derritiendo a mi alrededor.
Sentí que era el final. Quise ver a mis gatos por última vez. Quise acostarme en la cama a esperar a que viniera lo que sea que tuviese que venir, pero en paz, en silencio.
Los gatos me esperaban sentaditos en la cama. Pude ver en sus ojos enormes y amarillos que ellos sí entendían todo lo que pasaba, que lo habían entendido todo desde un primer momento. Los apretujé y, por primera vez, se dejaron. Me besaron los dos al mismo tiempo como diciendo “ya está… tranquilo… va a estar todo bien”. Cerré los ojos y me acosté.
No podría precisar si fueron diez segundos o diez horas los que pasaron en medio. Pero después de esa calma de mentira, me sentí caer, luego sentí un impacto y finalmente salí a flote, a la superficie.
Abrí los ojos y vi que los gatos miraban por la ventana como si nada hubiese pasado. Yo hice lo mismo. Ahí afuera todo era agua, y en su reflejo pude ver que lo único que flotaba en ese mar de cosas que ya no son, éramos mi habitación, mis gatos y yo.


“Por lo menos mañana no hay que ir a trabajar”, me acuerdo que pensé.