martes, 10 de marzo de 2015

Malabia




Todo lo que va de mi vida, la he vivido en departamento. De chico nunca tuve la posibilidad de corretear por jardines, ni de tirarme a la tarde en el pasto a contar hormigas.
Esto que cuento, bien podría ser el comienzo de un relato sufrido en el que me lamento con hondo pesar de una niñez que ha dejado una cicatriz que a veces sangra, y en el que busco despertar cierta lástima en quien lo lee.
Pues bien, nada más lejano, porque en su lugar tuve un jardín de cemento en el séptimo piso de un regio edificio en la calle Malabia.
Aquel Balcón Terraza fue testigo y anfitrión de la mayoría de mis recuerdos más preciados.
De él despegaban los aviones de papel que, luego de su vuelo inaugural, se atascaban  para siempre en las copas de los árboles.
En sus bordes, con parsimoniosa elegancia, hacía equilibrismo un gato que ya se fue, pero que vuelve a cada rato.
Sus baldosas naranjas eran recorridas a altas velocidades por una tortuga que luego matamos en un descuido, por lo que aún hoy conservamos su cadáver momificado en casa, como recordatorio de aquel error.
Entre paredes y rejas, con el cielo haciendo de techo, me vio ganarle por primera vez a mi papá (un partido de Basquet) y nunca confesó que en realidad me lo habían dejado ganar entre los dos.
A menudo me permitía colarme en los juegos de grandes entre mi hermano y sus amigos, en los que aprendía cosas de las que después presumía con mis compañeros.
Por detrás de una de sus paredes divisorias, se aparecía la cabeza de una vieja con voz de monstruo que confiscaba y coleccionaba celosamente todas las pelotas que se iban por encima del travesaño imaginario.
En las navidades nos mostraba el cielo en el que yo, sentado en la falda de mis abuelos, buscaba el trineo volador y siempre lo encontraba.
Desde uno de sus extremos esperaba todas las tardes pacientemente a que mi vieja aparezca doblando la esquina y cuando lo hacía, festejaba un poquito.
También fue testigo de aquella tarde en la que yo jugaba con un palo y sin querer lastimé a mi perro. Me senté en el piso a llorar de culpa, pero él se acercó y a lengüetazos se llevó las lágrimas y con ellas todo lo demás.
Muchas cosas pasaban por allí, pero la mayor parte del tiempo el Balcón Terraza estaba ocupado conmigo y con el juego al que jugaba todo el tiempo en aquellos años. Nunca le puse un nombre y no sabría dárselo, porque más que juego era una dimensión paralela. Era a la vez muy simple y muy complejo. De afuera (o de adentro en este caso) se veía simplemente a un niño correteando de un lado al otro, tirando patadas, dando saltos, soltando gritos aquí y allá. Pero adentro (o afuera, como resulte mejor) pasaban cosas increíbles. En su mayoría estaban inspiradas por dibujos animados que veía en aquellas épocas. Así era que, por temporadas, me convertía en Caballero de bronce y luchaba a la par de Shiryu y Seiya contra Aldebarán de Tauro, por ejemplo, pero en el patio del colegio.  O quizás disputaba la Copa del Mundo junto a Oliver y Tom, a los que había convencido de nacionalizarse argentinos.  O de repente sentía que el “Chi” (energía vital) de Goku disminuía peligrosamente, más o menos por la zona de Santa Fe y Canning, y sin dudarlo volaba  a su encuentro y lo ayudaba a acabar con Cell. Los personajes y argumentos que inventaba no eran la gran cosa, es cierto, pero eran míos y de nadie más.
Todo este trabajo lo hacía mientras estaba en la escuela, por lo que no solía prestar demasiada atención a las clases y así lo demostraban mis notas. Me sentaba en el medio del aula. Nunca me sentí lo suficientemente copado como para estar con los de atrás, siempre me faltaron notas e interés para estar con los de adelante. El medio estaba bien. Desde allí, mientras los demás leían Yunco (un espantoso libro para niños que por años se leyó en mi escuela), yo planeaba en qué se iba a convertir esa tarde el Balcón Terraza.
Ya en casa, una vez merendado, abría la puerta del Balcón y cerraba la del mundo. Pasaba horas corriendo e imaginando, corriendo e imaginando, hasta que se hacía la hora de la cena. Ahí pausaba la escena para seguirla al día siguiente, como uno haría en un videojuego.
Solía pasar que, entre corrida y corrida, notaba que alguien me miraba desde adentro del departamento. Supongo que por vergüenza o vaya a saber uno por qué, me detenía en seco y me hacía el desentendido hasta que la persona se iba. Eran juegos de chico,  y en los juegos de chicos está todo permitido, pero supongo que me sentía un poco ridículo en el fondo.
Los años pasaron y se hizo necesaria una mudanza. Mi hermano y yo ya estábamos grandes para compartir habitación y el departamento estaba quedando chico. Entonces nos quedamos sin Balcón Terraza y él sin nosotros.
La gente que lo heredó, decidió techarlo para hacer en su lugar otra habitación. ¡Qué estupidez más grande!, digo yo. Todos los departamentos tienen habitaciones. Ninguno tuvo ni tendrá un lugar tan mágico como ése.
Nosotros nos fuimos a un lugar más grande, con una habitación para cada uno. Todo muy lindo, pero no había Balcón Terraza. Había un balcón, pero era más bien finito y no me permitía correr de un lado para el otro con comodidad. Lo intenté, de verdad lo intenté, pero no era lo mismo. Finalmente todo quedó como uno más de los lindos recuerdos que viví en aquel lugar.

Hoy, mucho tiempo después y con un pie y medio en los treinta años, estaba volviendo del trabajo con la cabeza en cualquier lado como de costumbre, y me cruzo con un conocido. El tipo se estaba riendo a carcajadas.
¿Qué pasó?— le pregunté sorprendido.
¿Qué fue ese trotecito? — me respondió todavía riéndose.
¿Qué trotecito?
— Recién… Te estaba viendo venir y de repente pegaste un trotecito de diez metros, tiraste una patada y volviste a caminar— me contó.


Como un baldazo de agua sepia, se me vino encima Malabia.

lunes, 2 de marzo de 2015

Las Visitas



España. Una enfermera se contagia el virus del Ébola. El primer médico que la vé, le receta Paracetamol. Tardan 5 días en ponerla en cuarentena.  Se enteran de que la enferma tiene en su casa, un perro. 
Excálibur, así se llama el perro, acaba de almorzar. Está tirado en el sillón, disfrutando de un rayito de sol que se escurre entre las cortinas. Duerme y sueña que corre. Siente el pasto entre sus patas y, por más que lo intenta, nunca alcanza al horizonte. 
Se despierta sobresaltado y vuela del sillón. Ve a 3 tipos enormes vestidos de amarillo que entran a su casa. Mueve la cola, se agita contento: le encantan las visitas. Los saluda ladrando bajito y dando vueltas a su alrededor, levanta las patas de adelante y las apoya sobre el estómago del más alto de ellos. El hombre  lo alza, lo toma entre sus brazos y abandonan el departamento. 
Siente la brisa de agosto en su hocico, cierra los ojos por un momento y se deja llevar. Cuando los vuelve a abrir se encuentra a oscuras. Hay un olor en el ambiente que nunca antes sintió. De repente, el mundo se mueve, las paredes lo golpean, sus patas no se aferran al piso. No entiende qué es lo que pasa. Tiene miedo.  
Tan súbito como comenzó, se detuvo. Se queda en silencio acostado en un rincón hasta que la puerta se abre y la luz que la atraviesa lo cega. Aún mareado y confundido, alcanza a ver pasillos blancos, llenos de luces que pasan velozmente por sobre su cabeza.  Tiene miedo.
Ahora hay muchos hombres de amarillo que lo miran detrás de una ventana. Hablan entre ellos, gesticulan y cada tanto le dedican una mirada. Van y vienen todo el tiempo. Él los mira, con la cola entre las patas, sentado en su rincón. 
Cuando entra  el hombre de blanco, le mueve un poco la cola: le encantan las visitas. Pero entonces ve la aguja que lleva en la mano. No le gustan las agujas. Sin darse cuenta, empieza a caminar para atrás, temblando entero. Tiene miedo. 
Piensa en su dueña. Confía en que va a aparecer en cualquier momento y lo va a llevar bien lejos de la aguja y bien cerca de su sillón. 
Su dueña también piensa en él. Lo imagina tranquilo en su casa. Ni siquiera sospecha que se acerca, con la aguja en la mano, el hombre de blanco. El hombre de blanco no sabe a ciencia cierta si Excálibur fue contagiado, pero tampoco le importa demasiado. “Hacerle estudios sería costoso y tomaría su tiempo. Además es solo un perro”, piensa mientras la aguja se hunde en la pata.