martes, 26 de mayo de 2015

HPM



Hace unos días llegué a casa completamente agotado y de muy mal humor. Puse la pava en el fuego, preparé el mate, hice sonar algo de música y volví a la cocina arrastrando los pies, calculando que el agua ya estaría llegando a los 80 grados que recomienda el buen matero. Lo que ni se gasta en recomendar el buen matero, considerando que es demasiado obvio como para siquiera mencionarlo, es que hay que poner agua en la pava antes de ponerla a calentar, paso que nuevamente se me dio por omitir, aportando al mal humor que ya era incandescente a esa altura de la tarde.
Y ahí estaba el mate preparado y esperando a ser cebado, con su yerba soltando volutas de polvo y la bombilla irguiéndose orgullosa, como mástil de bandera. Pero estel ritual era imposible de llevar a cabo sin agua caliente. Y cuando se falla en algo tan elemental como introducir líquido en una pava antes de ponerla al fuego -y más aún en un día como el que estaba sufriendo- uno no tiene fuerzas para volver a intentarlo. Me rendí. Abandoné la cocina. Pero entonces, en un golpe de vista, mis ojos se encontraron con ese whisky que había comprado unos días atrás y que estaba aún cerrado y en su empaque contenedor. Y fue ahí que falló la sinapsis o algo raro pasó en mi cabeza y decidí suplir agua caliente por whisky y continuar con el plan de los mates. Ni siquiera lo dudé. Me dí cuenta cuando ya me estaba tomando el primero. El primero de varios.
Resultó ser una suerte de Tereré diabólico que, aunque frio, quemaba más que cualquier mate que hubiese probado antes. Sin embargo noté que había algo en la yerba mate que hacía que el líquido espirituoso pasara al estómago sin ningún tipo de resistencia, esquivando la patada en la cabeza que uno suele sentir después del tercer o cuarto vaso. Al cabo de un rato, la botella estaba casi vacía.
Considerablemente entusiasmado por el descubrimiento y definitivamente urgido por el llamado de la naturaleza, me levanté y encaré para el baño. Sólo alcancé a dar tres pasos y me desplomé en el piso del living como si me hubieran pegado un escopetazo en la nuca.
No podría determinar si fue bajo el influjo de esta bebida (medio  chamánica y con propiedades misteriosas),  o si fue por la cantidad de alcohol en sangre que tenía, pero lo cierto es que empecé a escuchar voces.
"23 de Abril, 17 horas, 72%", decía la voz pausadamente. "23 de Abril, 17:30 horas, 74%", continuaba anunciando. Estuve varios minutos escuchando cómo se sucedían estos datos e intentando descifrar qué significaban. Al no encontrar respuestas, se me dio por hablarle.
— Hola— dije simplemente. La respuesta tardó unos segundos en llegar.
— ¿Hola?— Me contestó este sujeto, medio asustado.
— ¿Quién sos? ¿Dónde estás? ¿Cómo es que escucho tu voz? ¿Qué son todas esas fechas y esos números que estabas diciendo? — le pregunté así, todo de un tirón.
— ¿Manu, sos vos? —
— .... sí— le respondí con desconfianza.
— ¡Jodéme! ¡No lo puedo creer! — gritó entusiasmado, pero súbitamente bajó la voz hasta llegar al susurro y agregó— Nosotros no tendríamos que estar hablando, se supone que no se puede—
— Bueno, pero ya está ¿no? ¡Decime qué está pasando! —
— ¿Tenés tiempo? —me preguntó haciéndose el canchero.
— ¿Qué sé yo? Estoy desmayado en el medio del living, no sé cuánto tiempo tengo — le contesté sin esconder la molestia.
—Bueno, bueno… Te lo resumo—
 Me contó entonces, con total seriedad, que en algún rincón del cerebro de cada persona existe una oficina que funciona como centro de cómputos y estadística personal. Los operarios que allí trabajan están permanentemente atentos a un sinfín de medidores que reflejan cuestiones variables de nuestra existencia. “En tu caso somos 15, nos llamamos todos Juan Carlos”, me dijo. En base a los valores que ellos van obteniendo, van elaborando informes detallados del estado del individuo en cuestión.
“Nadie sabe para qué sirven estos reportes, pero nuestra obligación es anotar los valores y volcarlos en planillas todos los santos días. A veces, cuando llegamos a la oficina, nos encontramos con mensajes de la gente que nos emplea. Entre nosotros les decimos "Los Tipos Estos", pero nunca llegamos a verlos. Mediante estos mensajes dan directivas, sugieren cambios y cosas así, pero no sabemos qué es lo que hacen con los reportes una vez que se los entregamos", me contó Juan Carlos. Parece que estos informes contemplan cada una de las funciones vitales y mentales de la persona. “Mi compañero Juan Carlos, por ejemplo, está encargado de medirte las pulsaciones en todo momento. Por otro lado, el amigo Juan Carlos, controla las veces que hacés pis por hora. A la nochecita viene Juan Carlos que trabaja en todo lo que tiene que ver con los temas del sueño”, explicó.
Yo escuchaba todo este disparate divertidísimo mientras esperaba que se me fuese la mamúa. En un descanso en su discurso, lo interrumpí con una pregunta.
— ¿Y vos? ¿Con qué medidor trabajás? —
— En realidad no tienen nombre, en los reportes cada medidor figura con un código alfanumérico, pero acá entre los muchachos, cada uno le pone el nombre que mejor le parece. Yo soy el encargado del Hinchapelotímetro— respondió Juan Carlos.
— ¿Y eso qué es? —
— ¿Tenés tiempo? — se hizo el canchero de nuevo.
— ¡Dale, ridículo! — le dije, considerando que no había mucho sentido en mantener la etiqueta y el protocolo con un tipito que trabaja en mi cabeza.
— Es difícil de explicar, pero voy a hacer el intento — tomó aire y empezó — A ver, te lo describo. Parece un velocímetro común y silvestre, circular, con una aguja que va de 0 a 100. Casi todo lo que te pasa en la vida, repercute en el Hinchapelotímetro (desde ahora le voy a decir HPM, porque si no es una fiaca). Hay cosas que son comunes a todas las personas, cosas que hacen subir o bajar la aguja de cualquier medidor por igual. Por ejemplo pisar mierda. Pisar mierda te sube 5 puntos de toque en el HPM. Siempre. Ver con cara de traste a tu novia, preguntarle qué le pasa y que te responda “no, nada, dejá”, te sube 10 puntos (si te habrá pasado, ¿no?). Encontrarte en el subte a un compañero de la primaria que no ves hace 100 años y tener que entablar una conversación que ninguno de los dos quiere tener, te sube 5 puntos. A vos y a él. Que te llame un contestador un Sábado a las 8 de la mañana diciendo que es, por ejemplo, Anibal Ibarra, te suma 3 puntos. Si sos hincha de Boca y te eliminan de una copa por un idiota con un aerosol de gas pimienta que se olvidó de cómo era eso de pensar, te suben 15 puntos furiosos y el día se te hace casi irremontable.
Por otro lado, estar cómodo en la cama mientras afuera se llueve la vida, te baja 1 punto cada media hora. Fumar un pucho después de comer fuerte, baja otro punto. Quizás te saque tiempo de vida, pero eso no es mi problema. Un plato de fideos con Pesto, te dejará mal aliento, pero hace que la aguja atrase 3 puntos. Desayunar con la persona que más querés, hace que el medidor baje 5 puntos. Reirte a carcajadas de estupideces, 2 puntos menos. La sensación de frescura al sumergirse en una pileta, también baja un punto.
Después hay cuestiones particulares de cada uno, cosas que impactan en tu HPM y que pueden no afectar el de otras personas. ¿Querés que te cuente alguna de las tuyas? —
— Y sí, ¿por qué preguntás? — me resultó extraño que lo haga.
— No sé, digo. Quizás incomoda— dijo Juan Carlos y después agregó— de cualquier manera ya sabés qué es lo que te molesta, no te vas a sorprender. Quizás lo que te llame la atención es en qué magnitud lo hace.
— Me interesa, contáme —
— Bueno, empiezo por algunas de las malas. Que te pidan que te calles cuando estás cantando, te suma 5. Quedarte sin palitos Pep, 2 puntos. Colgar ropa en el tender, 3 puntos más. Que te pregunten insistentemente “¿Qué te pasa?” cuando no tenés ganas de decir qué es lo que te pasa, te sube 5. La voz de Valeria Lynch y la del cantante de Salta la Banca, 2 puntos más por cada tema. Que la gente se distancie por temas políticos, 3 puntos. La gente que cree que su manera de pensar es la única correcta e incluso intenta convencerte de que es así, te sube 4 puntos. El exceso de chiste fácil, 1 punto. La pirotecnia ruidosa, 2 puntos. Darte cuenta que al final con el amor no basta, te suma 10 cada vez que te acordás.
Del otro lado, escuchar música en modo aleatorio y que te toque ese tema que estabas pidiendo escuchar pero que no sabías exactamente cuál era, te baja 4 puntos. Juntarte con un amigo que hace años que no ves y que parezca que se vieron hace media hora, 5 puntos menos. Ver bien a tu abuelo, te baja 10 puntos. Escuchar lindas armonías de voces, 3 menos. Cantarlas, 5. Darte cuenta que tu hermana es de las únicas mujeres (mujercita en este caso) que te hace reír, te baja 5 puntos al HPM. Juntarte a tomar cerveza con tu viejo, otros 5. Hacer reir a tu pareja cuando ella está mal por algo, 7 puntos. El chiste interno, 2 puntos menos (si es acompañando por risa a carcajadas, se suman a los 2 puntos correspondientes). Mostrarle una canción a tu hermano, o que él te muestre una a vos, y que los emocione a los dos igual, otros 7 puntos menos. Saber que cuando te estés derrumbando, tu vieja va a estar siempre ahí para recoger los escombros, te baja 15 puntos. Hay algunas más, pero estas son las que recuerdo ahora—
Me quedé un rato en silencio, no sabía bien qué decir. Me dio un poco de miedo que hubiera alguien (o algo) que supiera tanto de mí.
— ¿Estás ahí? — me preguntó después de unos segundos
— Acá estoy — dije bajito y después pregunté— ¿Qué pasa si llegas a 0 o a 100? —
—Mirá, ambos extremos son peligrosos. Teóricamente estar en 0 te hace ser un pelotudo al que nada parece afectarle y te hace propenso a tener todo tipo de accidentes. En el mundo actual es prácticamente imposible llegar a 0. El sólo hecho de tener que despertarte temprano con el sonido de la alarma para ir a trabajar, ya te hace empezar el día con el HPM en 20 más o menos. Después se van sucediendo pequeñas frustraciones a lo largo del día, que van haciendo que la aguja suba más de lo que baja. Lo más común, para un tipo de tu edad, es levantarse en 20 o 25 y terminar en 70 o 75. Todo depende de cómo la lleves, de qué trabajo tenés, de qué hacés en tu tiempo libre, de varias cosas.
Llegar a 100, por otro lado, enloquece a cualquiera. El 100 te atrapa y no te suelta. Una vez ahí, la aguja no baja. No importa lo que te pase, se queda clavada en 100. Dicen que si eso pasa, te hacés viejo en poco tiempo y te morís totalmente solo  y olvidado por tus seres queridos. Pero, si me preguntás a mí, hay algo o alguien (para mí son “Los Tipos Estos”) que no permite que se llegue al 100. No siempre se puede evitar, pero cuando estás en 95 se prende una luz roja abajo del medidor. Cuando se prende esa luz empiezan a pasar cosas copadas que hacen que baje la aguja como por arte de magia. Yo creo que la mayoría de los lindos momentos que uno va recolectando a través de los años, se dan inmediatamente después de una luz roja. La otra vez te pasó a vos. Seguro que te acordás.
— ¿A ver? — le pregunté interesado.
—Estabas en 90 y tantos, tirado en la cama, mirando el techo esperando que se caiga encima tuyo. De repente (y por vez primera) tu gata logró girar el picaporte, se abrió la puerta de tu habitación y entraron tus gatos, los dos juntitos. Ella se te acostó en el pecho y él a un costado, apoyándote la cabeza en la panza, y empezaron a ronronear fuerte como si cantasen un mantra sanador.
No sé si te conté antes: En vos, un gato ronroneándote encima, hace que la aguja baje 2 puntos por minuto. Dos gatos a 2 puntos por minuto, bajaste a 75 en cinco minutos. Listo el pollo—
— Sí que me acuerdo— le confesé sorprendido.
— Bueno che, me tengo que ir, me esperan para almorzar. ¡Fue un gusto, de verdad! — me dijo Juan Carlos así como si nada.
— Ok, ¡mandále un saludo a los otros Juan Carlos! — le pedí.
— ¡Dale, mando! —me dijo divertido — ¡Cuidáte, no seas boludo! ¡ Y no te hagas quilombo al pedo!— me aconsejó mientras se iba.
Me desperté con la cabeza que me latía y con gusto a vómito en la boca.
Puse la pava en el fuego, esta vez con agua dentro, preparé el mate, hice sonar algo de música y me senté a tomar unos amargos y a pensar en lo que me acababa de pasar.

Si ponía atención, por detrás de la oreja todavía se podía escuchar a Juan Carlos que ya había vuelto de almorzar: “74”, “73“, “72”, “71”, decía al término de cada mate.