jueves, 30 de julio de 2015

Instrucciones para sentarse en el Colectivo




El colectivo es Caos condensado.
Vivir en grandes urbes trae aparejado muchos beneficios: Inagotables propuestas culturales, miles de facilidades para el traslado, una pizzería en cada esquina, un bar cada 2 cuadras,  la posibilidad de conseguir casi cualquier cosa a una distancia "caminable" y un larguísimo etcétera. Pero las ciudades son también en sí mismas una constante sucesión de atropelladas y de aventajadas al vecino. Son millones de personas apuradas sin razón aparente. Son también ruido y son luz,  son miedo, frío, hambre, odio y malicia todo entreverado en cada bocacalle.
Sabrán disculparme lo escatológico de la comparación (y juro que no volverá a suceder), pero es que no encuentro otra manera más exacta de ejemplificarlo: si las ciudades fuesen como un pedo ruidoso, dueño de la capacidad de ofender y causar indignación a quienes caen en la desgracia de escucharlo, el colectivo vendría a ser el pedo silencioso. Usted bien sabe cual es el que huele peor.
Es que las mismas miserias que la gente perpetra constantemente en las ciudades, se repiten en el bondi, pero lo hacen aparentando calma, fingiendo silencio. Lo hacen a escondidas, desde las sombras, a traición. Lo hacen a lo Ninja, como el pedo silencioso.
Por lo tanto, se hace necesario conocer cual es la manera más conveniente de manejarse día a día, de casa al trabajo y del trabajo a casa, para así poder sacarle mayor partido a la situación y evitar que los demás hagan lo mismo con nosotros.
Comenzaré indicando que, si bien el articulo se titula "Instrucciones para sentarse en el Colectivo", también se encarga de prevenir un asunto tanto o más importante que el de conseguir el preciado asiento: Evitar que nos saquen el que ya hemos ocupado. Es que nada nos asegura que, ya cómodos en nuestra butaca, alguien venga a intentar separarnos de ella.
Hay varios perfiles de lo que llamo "Usurpadores de Asientos" (UA de aquí en más). Algunos de ellos no nos dan más remedio que renunciar a nuestra comodidad, incluso uno puede llegar a hacerlo con gusto; pero también hay otros a los que es necesario combatir. Sin embargo es posible, mediante ciertas maniobras, minimizar la posibilidad de encontrarnos con alguno de ellos y así disminuir considerablemente el riesgo de viajar "de dorapa". Los defino a continuación.
El lisiado (o discapacitado) ha sufrido un accidente o ha nacido con una dificultad física o motriz por la cual no le es recomendable permanecer mucho tiempo de pie. Si se nos aproxima, debemos cederle el asiento con humildad y sin hacer ningún escándalo.
La embarazada carga en su interior un humano en formación que succiona permanentemente su fuerza vital y la infla cual piñata. Ella misma, ya cansada de vivir, va a pedir a gritos que le cedan un lugar. Está bien que lo haga, y si no lo hiciere, debería ser nuestra la iniciativa.
La madre con hijo en brazos tiene bajo su responsabilidad un cachorro de gente que si no obtiene exactamente lo que desea, le va a hacer la vida imposible a su madre y a cualquier persona a diez metros a la redonda. Hay que dejar que se siente. Hay que dejar que el niño se siente, no así a la madre. La madre puede viajar parada perfectamente o, en su defecto, puede hacerlo sentada con el infante en brazos. No se deje boludear.
La viejecilla entra al colectivo con la ayuda de su bastón (o de un cristiano que le oficie de tal) toda envuelta en paz, con sus ochenta y tantos a flor de piel que han sabido teñirle la cabeza de blanco y le han trazado surcos en todo el cuerpo. Entréguele su asiento a la viejecilla. Convídele garrapiñadas a la viejecilla (si es que tiene permitida la masticación). Escuche pacientemente de su boca la misma historia tres o cuatro veces como si fuese la primera. Pregúntele dónde baja y ayúdela a hacerlo. La viejecilla es Amor, nunca lo olvide.
Por último debo referirme a La vieja y aquí me detendré por un momento, ya que la vieja es el enemigo, el némesis del viajante.
La vieja viene de comprarse un deshabillé (sabrá Dios qué demonios es eso) en el shopping Spinetto. O viene de tomar clases de tenis en el Club Ciudad con un profesor al que hace años viene intentando voltearse. O quizás viene de jugar a la canasta y de comer masas secas con otras viejas que se odian entre sí, pero igual se juntan. La vieja reniega de su vejez, la detesta y entonces se tiñe el pelo de azul, de bordó, de naranja o de colores que carecen de nomenclatura. Es claro que la vieja se resiste con todas sus fuerzas a que la vean como tal, excepto cuando se sube a un bondi. Tan pronto apoya sus Ricky Sarkany de 700 dólares en el escalón, la vieja comienza a indignarse al ver que nadie le cede el asiento a una personita tan frágil y desdichada como ella, entonces se para junto a alguien más joven y empieza a desplegar una sinfonía de miradas acusatorias, bufar y hacer comentarios por lo bajo hasta que uno, exhausto, se rinde y finalmente le deja el asiento sin recibir ni un "gracias" en retribución. Es que no hay nada en el mundo que le guste más a la vieja que quejarse. Se mete a propósito en situaciones que le son enojosas, solo para darse el gusto de desplegar todo su nefasto arsenal. Es sabido que la vieja tiene seis Mercedes en el Garage, pero igual se toma el 111 de ida y de vuelta, 8 veces por día si es necesario, sólo para poder mirar a la gente con el seño fruncido y decir "¡qué barbaridad!¡Qué cosa de locos! ¡La juventud viene cada vez peor!" y cosas por el estilo. Lo dicho, la vieja ES el enemigo.

Ya delineada la problemática y habiendo señalado a los actores con los que nos podremos encontrar en el citado escenario, me dispongo a exponer diferentes situaciones, cada una con sus obstáculos, con el fin de sugerirles cómo sortearlos. La dificultad de cada una de estas situaciones irá aumentando progresivamente, empezando así por la más sencilla y concluyendo por la más complicada. Adjunto también un elaboradísimo plano de los interiores de un colectivo estándar. Recomiendo tenerlo a mano durante la lectura, puesto que facilitará su comprensión y de alguna manera justificará las 4 horas y 20 minutos que demoré en confeccionarlo.


Situacion 1: Se hace ingreso al ómnibus y, mientras se paga boleto, se repara en que todos los asientos están vacíos. Luego de un breve festejo interno nos disponemos a elegir en qué butaca viajaremos. El inexperto dirá "¡Da igual!, la cosa es sentarse". Error. Como se ha dicho anteriormente, no solo hay que preocuparse por conseguir un asiento, sino también por asegurarnos de que las probabilidades de tener que cederlo sean mínimas.
¿Qué asiento escojo? ¿Cual es el mejor?, me suelen preguntar. Mi respuesta es categórica: "I1" (ver plano).
El asiento I1, como ningún otro, nos brinda todas la comodidades que se pueden conseguir en un colectivo: -Estaremos lejos de la puerta de ingreso del vehículo, por lo que cualquier UA que pudiese atentar contra nuestro confort va a tener que recorrer toda su extensión sin que ningún otro viajante se ofrezca a cederle su asiento (cosa que es muy poco probable).
-No tendremos ninguna persona sentada a los costados, por lo que gozaremos de cierta "privacidad" (del modesto estilo de privacidad al que uno puede aspirar en un colectivo ya que, si este va lleno, muy posiblemente tengamos el órgano reproductor de alguien muy cerca de nuestra cabeza y, más allá de las preferencias personales en lo que se refiere a órganos reproductores, esto nunca es algo de desear).
- Estaremos cerca de una ventana, por lo tanto de una fuente de aire fresco del exterior.
-Nos encontraremos próximos a una puerta de salida. No será necesario entonces que nos hagamos camino entre gente que nunca tocaríamos ni a punta de pistola.
Resumiendo, si tiene la suerte de poder elegir, vaya por I1. Estará en una posición de privilegio y podrá disfrutar cómodamente del paisaje urbano, de su libro favorito, o de la morocha preciosa que se acaba de subir y con la cual no tenemos chance alguna de entablar una relación.

Situación 2: Los asientos están en su mayoría ocupados, pero hay un par de vacantes aquí y allá. ¿Cuál de ellas me conviene? Aquí la cuestión se torna subjetiva. Hay quienes prefieren viajar sin tener que estar muslo con muslo con una persona que puede ser potencialmente molesta, olorosa o hasta peligrosa. Otros buscarán evitar la posibilidad de entrar en contacto con posibles y furtivos UA y se ubicarán cerca del fondo. Otros se sentaran cerca de la más linda o lindo y estarán 30 minutos juntando valor para presentarse, pero justo cuando estaban por llegar a ese punto, este enamoramiento de transporte público se bajará y se irá de nuestra vida por siempre.
Sin embargo, considero que hay ciertos asientos objetivamente más deseables que otros. Dejando de lado el dorado I1 del que ya se ha hablado, considero que E1, F1, G1 y H1 son excelentes elecciones, ya que se trata de versiones más modestas de este asiento ideal.
Por otro lado J2, J3 y J4 son buenas alternativas por tratarse de los únicos que no tienen otras butacas adelante, por lo que permiten tirarse inescrupulosamente en el asiento sin encontrarnos con un molesto tope contra nuestras rodillas. J1 y J5 sí lo tienen y además requieren que uno "salte" a la persona que se encuentra en el asiento contiguo cuando se intenta abandonar el vehículo, convirtiéndolos en los asientos menos deseables de la fila J. Es necesario tener en consideración que la fila J es la más cercana al motor, por lo que siempre goza de un clima más cálido, que será execrable en verano, pero sumamente reconfortante en invierno.
Los asientos dobles de las filas E, F, G y H son los menos atractivos de toda la parte trasera del colectivo, pero al ser los más numerosos nos veremos ocupándolos muy frecuentemente. Suele darse que la gente (que es naturalmente despreciable) vaya sentándose en los lugares más cercanos a la ventanilla ocupando uno de los dos asientos de cada fila, lo que coarta la posibilidad de viajar junto a su acompañante a aquellos que se dispongan a viajar con su novia/o, esposa/o o amiga/o.
En cuanto a la mitad delantera (filas A, B, C y D) es preciso tener en cuenta que uno va a estar a la merced de los UA si se arriesga a ocuparlos. De así hacerlo, siempre se puede apelar a la famosa estrategia de fingirse dormido, pero téngase en cuenta que esta estratagema es muy difícil de sostener por períodos prolongados, por lo que tarde o temprano uno termina abriendo los ojos en un descuido, quedando en evidencia, y convirtiéndose así en blanco de todo tipo de odios.
En resumen, diríjase a la parte trasera del vehículo, si hay un asiento simple, tómelo, de no ser así vaya por uno de los del fondo, de estar ocupados siéntese en los dobles, intentando no joderle la vida al que quiere viajar acompañado.

Situación 3: La totalidad de los asientos se encuentra ocupada. Nuestra esfuerzos, entonces, tienen que dirigirse a conseguir sentarnos en uno cuanto antes. Para esto necesitamos saber dónde es más conveniente posicionarse para obtener tal beneficio. El truco es encaramarse en un lugar en el que tengamos ventaja estadística sobre la probabilidad de que se libere un asiento. Esto es, donde haya más asientos a nuestro alrededor. De todas nuestras opciones, la mejor (como no podía ser de otra manera) es junto al asiento I1 ya que, además de contar con "las de ganar" a la hora de que esa hermosa butaca se liberase, también estaremos a tiro para conseguir cualquiera de las que se fueran a desocupar en la fila J. Tendremos entonces 6 posibilidades concretas de alcanzar nuestra meta.
De no poder ocupar ese lugar, debemos dirigirnos a alguno de los dobles de la mitad trasera. Si bien no estaremos tan acompañados por la estadística, si contamos con un poco de suerte y paciencia, finalmente lo lograremos.
Nuevamente, ubicarse cerca de las filas  A, B, C y D es poco recomendable ya que al poco tiempo se llenará de UAs que tendrán las de ganar cuando un asiento se libere.

Situación 4: El colectivo está abarrotado de gente. Es casi imposible dar un paso allí dentro y es concretamente inútil intentar abrirse paso hasta el fondo del mismo. La situación es crítica y las posibilidades de sentarse, muy escasas. Sólo tendremos acceso a las filas A, B, C y D en el mejor de los casos. Hay 10 asientos en disputa y una sóla manera de conseguirlos: mediante el análisis y la observación.
Existen ciertos factores que nos servirán como indicadores a la hora de determinar si una persona está por bajarse del colectivo, o si por el contrario se dispone a pasar un largo rato muy cómodo en su asiento.
- Aquél que saca un libro o un cuaderno de su mochila o bolso no está pensando en bajarse al corto plazo, por el contrario quien lo guarda está evidenciando que su parada está cerca.
- La persona que decidió dormirse, lo hizo por que sabe que tiene tiempo para hacerlo, que no va a necesitar estar despierto por un rato más o menos largo. Por supuesto que existe la posibilidad de que el sueño haya tomado por asalto a esta persona y que el quedarse dormido en el colectivo haya sido más un accidente que una elección. Sea como sea, esta persona no estará liberando su asiento en lo inmediato.
- Hay una de movimientos casi espasmódicos que denotan que una persona sospecha que está llegando a destino. El individuo se incorpora a medias, abre grandes los ojos y empieza a cogotear mientras mira por la ventanilla como buscando allí fuera algo que le confirme que de verdad ha llegado. Si el individuo sospecha, hay altas probabilidades de que estas se confirmen, si no es en ese mismo momento, será la próxima parada o quizás la siguiente. Tenga esto muy en cuenta a la hora de elegir dónde pararse a esperar su asiento.
- La mayoría de los UA no suelen viajar por tramos largos. La tierna viejecilla, en la mayoría de los casos, no se va a aventurar a abandonar el calor del hogar para viajar en colectivo de Pompeya a Constitución. La embarazada no va a querer sumar demasiado sufrimiento al pre existente. De tener que hacer un viaje extenso va a intentar hacerlo por otros medios. Por la mañana las madres llevan a sus hijos al colegio. En la mayoría de los casos han procurado que la distancia entre este y su domicilio no sea muy grande.
- La vieja (el enemigo) NUNCA va a abandonar su asiento porque se lo pone como objetivo. La vieja no está ahí con el fin de transportarse por la ciudad, la vieja está ahí para ocupar asientos de los demás y no soltarlos jamás. La vieja no va a dejar su butaca hasta que llegue a terminal y una vez allí, irá a tomarse otro colectivo en el que pueda saciar su sed ancestral.
Es cierto que pueden haber miles de excepciones a estos puntos (excepto al último): Habrá alguna despistada que abra 50 sombras de Gray o alguno de los libros de Florencia Bonelli en Av. Pueyrredón y tenga que bajarse en Av. Callao; existirá una embarazada que no tenga ni un peso ni nadie que la lleve y la traiga y que no le quede otra que largarse a hacer largas travesías en colectivo; es posible que haya algún cogoteador que no tiene la mínima idea de dónde está parado y cogotea todo el tiempo. Pero en general estos datos pueden servirnos como guía para determinar en un momento crítico a aquella persona que está pronta a liberar un lugar donde poder sentarse y a la cual deberemos pegarnos como garrapata a la espera de que esto ocurra.

Para concluir les pido que usen esta información a conciencia, que experimenten y que hagan sus propias observaciones. Los aliento también a que combatan a la vieja. No se dejen amedrentar. Sepan que si uno se muestra impasible ante sus violentos embates, tarde o temprano la vieja se va a cansar y va a tener que ir a atosigar a otro, dejándonos en la boca un sabor a victoria como de dulce de leche y nueces y una pizca de canela.
Sepan que, a pesar de todo, suceden todo tipo de cosas hermosas en los colectivos, sepa reconocerlas y atesorarlas. Enamórese allí dentro, ese amor es de verdad aunque se marchite a los 10 minutos. Dígale  "buen día" al colectivero que tiene uno de los trabajos más molestos que deben existir y disfrute del viaje que a veces es mucho más interesante que el llegar.










jueves, 16 de julio de 2015

Cazafantasmas



Los objetos, aunque se empeñen en disimularlo bajo la más necia de las quietudes, tienen vida. O por lo menos detentan algún tipo de vida diferente a la convencional. Me refiero a que cada cosa parece tener memoria, aparenta cargar con una historia que la antecede y que está íntimamente entrelazada a la de aquella persona que la tiene en consideración. 
Es por lo antedicho que uno está un domingo a la mañana calentando agua para el desayuno y, de repente, se detiene en una taza. Al principio, todo lo que uno ve es una taza, pero segunditos después esta cosa nos empieza a contar su historia, que al fin y al cabo es también la nuestra; y entonces nos trae la imagen de la persona que nos la regaló,  nos recuerda el momento exacto en el que lo hizo, nos comenta cómo nos sentimos en esa ocasión y después se calla y se hace la desentendida, como si en realidad todo aquello estuviera sólo en nuestra cabeza y ella (la taza) no tuviera nada que ver. ¡Sí, claro!. 
Todo esto es tan cotidiano y sucede a una velocidad tan alta que puede llegar a pasar desapercibido. Pero en realidad es una maquinaria que está siempre en funcionamiento, tiñéndolo todo de sepia, reviviendo zombies cansados, limpiando viejas telarañas en los cielorrasos del subconsciente. Este sistemático rasquetear en el pasado es también, a menudo, realmente cansador.
Los casos más significativos suelen darse con objetos que además de evocar (o quizás invocar) recuerdos de manera abstracta, nos proveen de material sensorial adicional (una imagen, un sonido, un aroma), profundizando el efecto, potenciando las consecuencias.

Con esto último se da por concluida la exposición conceptual que, aunque escueta, considero que ha sido concreta, y me doy paso a mí mismo y a mis pareceres para que nos refiramos al respecto.

Para mí la peor, la más cruel, la más chota de todas las cosas es la foto. Detesto las fotos, desde siempre. Y no creo que sea por el hecho de que no me guste verme o por un tema de autoestima baja. Es que en cada una de ellas veo algo que ya fue y que no va a volver a ser. Como si se fuesen de habitaciones a las que no se puede entrar, pero en las que sí está permitido espiar por la cerradura arrodillado en suelo, pelándose las rodillas.
Creo además que todo aquello que refleje una parte de un recuerdo que nos resulta a priori agradable, tiene una alta probabilidad de arruinarlo. Esto último me suele ocurrir, mayormente, con viejos registros de las que cosas que he cantado: Engatusado por la adrenalina de aquel momento, la escena parece haberse grabado en mi memoria evitando las fallas, entonces me imagino radiante en el escenario (o quizás estudio) dando lo mejor de mí y esquivando con oficio y destreza los errores. Pero entonces escucho las grabaciones y es ahí cuando empiezan a brotar los defectos a borbotones. Yo entiendo bien que la verdad está en algún lugar por el medio de los dos extremos de esa fina soga. Sé que seguramente no fue impoluto como dice mi memoria, Sé que no fue tan espantoso como lo escucho en la grabación. Pero hay cosas que no me interesa saber. Si tengo la opción de quedarme con esa primera impresión, que no es otra cosa que la verdad, ¿para qué arruinarla para siempre? ¿Para qué quiero saber cómo fue exactamente?!Gracias, pero paso!
También estoy de acuerdo con eso que escuché en una preciosura de película que tuve la suerte de ver hace poco y que dice: “Todo recuerdo feliz puede convertirse en uno triste en el preciso instante en el que uno se da cuenta de lo lejano en el tiempo (o quizás en el espacio) que este ha quedado”. Eso es la nostalgia.
La nostalgia es como una especie de fantasma. ¡En realidad la nostalgia ES un puto fantasma y sanseacabó!, no hay necesidad de metáforas en este caso.  El tipo aparece sin anunciarse, cuando le da la gana y va arruinando anécdotas y vivencias de hace años que hasta recién eran graciosas, pero que a partir de ahora te dejan un nudo horrible en la garganta cada vez que dicen presente con la mano levantada y el guardapolvo gris.
“¿Te acordás de esas vacaciones con amigos cuando tenías 19 años? Bueno, es muy, pero muy difícil que se repitan a esta altura” dice el muy hijo de puta mientras miro una foto de aquel viaje en la que estamos jóvenes y felices en una noche de playa.   
“¿Escuchás esa melodía? ¿No es parecida a la de esa canción de misa que cantaron  cual mantra sanador esa noche en el campamento del colegio en la que a tus compañeros se les rompió la copa intentando invocar a diablo?  ¿Te acordás como te cagaste de la risa esa noche? Ok, ahora ni siquiera recordas los nombres de la mayoría de esos chicos”, decía otro día mientras escuchaba la radio en el laburo. ¡Fantasma del orto!

Quizás diciendo todo esto, habrá quien me imagine como una personita gris que está buscándole pelos a los huevos por todos lados, que va por ahí arrastrando los zapatos y añorando y añorando como por deporte. Pero lo que no saben es que tengo un talento innato para ahuyentar esos fantasmas. Llevo guardada todo el tiempo en la mochila el arma de protones que usaban los cazafantasmas (¿se acuerdan?) y he aprendido a manejarla con una desenvoltura que ni el mismísimo Egon Spengler  tuvo en sus años mozos . Lo que quiero decir es que puedo lidiar bastante bien con estos fantasmas y que he aprendido a manejarlos.
Sin embargo, hace unos días estaba mudándome de un departamento que compartí durante algún tiempo con una persona muy importante para mí y, en todo el trajín de embalar mis pertenencias en cajas y bolsas, no tuve más remedio que toparme con miles de cosas que venían cargadas con miles de historias. Historias que quiero conservar, que necesito salvar. Pero todo eso junto fue un poco mucho.
Entradas de cine de a pares en una cajita. Palitos de sushi en la cocina. Tarritos vacíos de salsa futurama  y un pedazo de corazón de chocolate en la heladera. Un gorro violeta en el placard. Guantes de competición de color rojo en la cómoda. Una media con un monito que aparece todo el tiempo por todos lados. Miles de mangas en el living. Discos metálicos en un estante. Curitas rosadas en un estuche. El púrpura de las cortinas y las sillas. Montañas de ropa negra en el armario. Dibujos, siempre tan expresivos, desperdigados como hojas de otoño. En el baño, el átomo desinflamante. Un cierto perfume por todos lados y un cartelito que dice “Te amo” escrito a principios de aquel extraño Diciembre.
Contra ese fantasma enorme todavía no puedo, así que agarro mis bolsos y ahí lo dejo.


“Cazafantasma que huye, sirve para otra batalla”, decía Egon.