jueves, 16 de julio de 2015

Cazafantasmas



Los objetos, aunque se empeñen en disimularlo bajo la más necia de las quietudes, tienen vida. O por lo menos detentan algún tipo de vida diferente a la convencional. Me refiero a que cada cosa parece tener memoria, aparenta cargar con una historia que la antecede y que está íntimamente entrelazada a la de aquella persona que la tiene en consideración. 
Es por lo antedicho que uno está un domingo a la mañana calentando agua para el desayuno y, de repente, se detiene en una taza. Al principio, todo lo que uno ve es una taza, pero segunditos después esta cosa nos empieza a contar su historia, que al fin y al cabo es también la nuestra; y entonces nos trae la imagen de la persona que nos la regaló,  nos recuerda el momento exacto en el que lo hizo, nos comenta cómo nos sentimos en esa ocasión y después se calla y se hace la desentendida, como si en realidad todo aquello estuviera sólo en nuestra cabeza y ella (la taza) no tuviera nada que ver. ¡Sí, claro!. 
Todo esto es tan cotidiano y sucede a una velocidad tan alta que puede llegar a pasar desapercibido. Pero en realidad es una maquinaria que está siempre en funcionamiento, tiñéndolo todo de sepia, reviviendo zombies cansados, limpiando viejas telarañas en los cielorrasos del subconsciente. Este sistemático rasquetear en el pasado es también, a menudo, realmente cansador.
Los casos más significativos suelen darse con objetos que además de evocar (o quizás invocar) recuerdos de manera abstracta, nos proveen de material sensorial adicional (una imagen, un sonido, un aroma), profundizando el efecto, potenciando las consecuencias.

Con esto último se da por concluida la exposición conceptual que, aunque escueta, considero que ha sido concreta, y me doy paso a mí mismo y a mis pareceres para que nos refiramos al respecto.

Para mí la peor, la más cruel, la más chota de todas las cosas es la foto. Detesto las fotos, desde siempre. Y no creo que sea por el hecho de que no me guste verme o por un tema de autoestima baja. Es que en cada una de ellas veo algo que ya fue y que no va a volver a ser. Como si se fuesen de habitaciones a las que no se puede entrar, pero en las que sí está permitido espiar por la cerradura arrodillado en suelo, pelándose las rodillas.
Creo además que todo aquello que refleje una parte de un recuerdo que nos resulta a priori agradable, tiene una alta probabilidad de arruinarlo. Esto último me suele ocurrir, mayormente, con viejos registros de las que cosas que he cantado: Engatusado por la adrenalina de aquel momento, la escena parece haberse grabado en mi memoria evitando las fallas, entonces me imagino radiante en el escenario (o quizás estudio) dando lo mejor de mí y esquivando con oficio y destreza los errores. Pero entonces escucho las grabaciones y es ahí cuando empiezan a brotar los defectos a borbotones. Yo entiendo bien que la verdad está en algún lugar por el medio de los dos extremos de esa fina soga. Sé que seguramente no fue impoluto como dice mi memoria, Sé que no fue tan espantoso como lo escucho en la grabación. Pero hay cosas que no me interesa saber. Si tengo la opción de quedarme con esa primera impresión, que no es otra cosa que la verdad, ¿para qué arruinarla para siempre? ¿Para qué quiero saber cómo fue exactamente?!Gracias, pero paso!
También estoy de acuerdo con eso que escuché en una preciosura de película que tuve la suerte de ver hace poco y que dice: “Todo recuerdo feliz puede convertirse en uno triste en el preciso instante en el que uno se da cuenta de lo lejano en el tiempo (o quizás en el espacio) que este ha quedado”. Eso es la nostalgia.
La nostalgia es como una especie de fantasma. ¡En realidad la nostalgia ES un puto fantasma y sanseacabó!, no hay necesidad de metáforas en este caso.  El tipo aparece sin anunciarse, cuando le da la gana y va arruinando anécdotas y vivencias de hace años que hasta recién eran graciosas, pero que a partir de ahora te dejan un nudo horrible en la garganta cada vez que dicen presente con la mano levantada y el guardapolvo gris.
“¿Te acordás de esas vacaciones con amigos cuando tenías 19 años? Bueno, es muy, pero muy difícil que se repitan a esta altura” dice el muy hijo de puta mientras miro una foto de aquel viaje en la que estamos jóvenes y felices en una noche de playa.   
“¿Escuchás esa melodía? ¿No es parecida a la de esa canción de misa que cantaron  cual mantra sanador esa noche en el campamento del colegio en la que a tus compañeros se les rompió la copa intentando invocar a diablo?  ¿Te acordás como te cagaste de la risa esa noche? Ok, ahora ni siquiera recordas los nombres de la mayoría de esos chicos”, decía otro día mientras escuchaba la radio en el laburo. ¡Fantasma del orto!

Quizás diciendo todo esto, habrá quien me imagine como una personita gris que está buscándole pelos a los huevos por todos lados, que va por ahí arrastrando los zapatos y añorando y añorando como por deporte. Pero lo que no saben es que tengo un talento innato para ahuyentar esos fantasmas. Llevo guardada todo el tiempo en la mochila el arma de protones que usaban los cazafantasmas (¿se acuerdan?) y he aprendido a manejarla con una desenvoltura que ni el mismísimo Egon Spengler  tuvo en sus años mozos . Lo que quiero decir es que puedo lidiar bastante bien con estos fantasmas y que he aprendido a manejarlos.
Sin embargo, hace unos días estaba mudándome de un departamento que compartí durante algún tiempo con una persona muy importante para mí y, en todo el trajín de embalar mis pertenencias en cajas y bolsas, no tuve más remedio que toparme con miles de cosas que venían cargadas con miles de historias. Historias que quiero conservar, que necesito salvar. Pero todo eso junto fue un poco mucho.
Entradas de cine de a pares en una cajita. Palitos de sushi en la cocina. Tarritos vacíos de salsa futurama  y un pedazo de corazón de chocolate en la heladera. Un gorro violeta en el placard. Guantes de competición de color rojo en la cómoda. Una media con un monito que aparece todo el tiempo por todos lados. Miles de mangas en el living. Discos metálicos en un estante. Curitas rosadas en un estuche. El púrpura de las cortinas y las sillas. Montañas de ropa negra en el armario. Dibujos, siempre tan expresivos, desperdigados como hojas de otoño. En el baño, el átomo desinflamante. Un cierto perfume por todos lados y un cartelito que dice “Te amo” escrito a principios de aquel extraño Diciembre.
Contra ese fantasma enorme todavía no puedo, así que agarro mis bolsos y ahí lo dejo.


“Cazafantasma que huye, sirve para otra batalla”, decía Egon.

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