martes, 2 de junio de 2020

Rojo y Azul





La vergüenza a veces nos pasa factura con delay. Solemos recordar cosas que en el momento que sucedieron nos resultaban correctas y hasta quizás, allá lejos y hace tiempo, incluso eran motivo de jactancia; pero a la hora de rememorarlas, con años de experiencias a cuestas, nos resultan dolorosamente patéticas.
Aquí y ahora, recluido del mundo a la fuerza por unas de las razones más cercanas a un relato de ciencia ficción que yo consiga imaginar, completamente falto de preparación y de herramientas necesarias para urdir una defensa, es que me atacan estas vergüenzas furtivas que parecen haber estado ahí, agazapadas, esperando pacientemente a que sea el momento apropiado para poder padecerlas.
Tenía, calculo desinteresadamente, 10 años y cursaba el 5to grado de la primaria en el Colegio Nuestra Señora De Guadalupe (N. del A: Confieso que no recordaba si éste era el nombre correcto de la citada institución, por lo que me apoyé en Google buscando certezas. Resulta que mi mirada se desvió rápidamente hacia los comentarios que hacen los usuarios y el primero que alcancé a leer fue “En la actualidad vive de la buena fama que tenía hace años.” Pues bien. Esto que me dispongo a contarles corresponde a esas épocas). En el Guadalupe de aquellos años existía una actividad anual en la que se dividía al alumnado en 2 equipos identificados por colores (el Rojo y el Azul), se citaba a los alumnos y a sus familias al campo de deportes con el que contaba la escuela en la localidad de Pilar y se nos instaba a competir ferozmente en actividades deportivas y de esparcimiento buscando coronar, al final de la jornada, a uno de los equipos como vencedor. Las semanas que antecedían al encuentro eran ásperas. El patio se dividía a la mitad y, en cada uno de sus extremos, los niños rojos y azules se enjambraban entre confabulaciones y especulaciones secretas, pero a la vez muy evidentes. Era bien sabido qué padres eran buenos en cada deporte y en base a esto se realizaban cálculos complejos de los que nuestra maestra de matemáticas hubiese estado sumamente muy orgullosa, de haberse enterado. Siempre se llegaba a la conclusión de que ese año iba a estar muy peleado, lo que no hacía más que aumentar nuestra púber ansiedad hasta niveles no muy recomendables en el intento de garantizar 1) la efectividad de la absorción de conocimientos, que es por lo que nuestros padres pagaban una cuota; y 2) las condiciones necesarias para que el encuentro deportivo se desarrollase sin muertos ni heridos. Hay que confesar que la mayoría de mis compañeros y yo desoíamos cotidianamente y con mucha dedicación el mandato religioso de la oración que nos era inculcado en la escuela. Sin embargo, la mayoría de mis compañeros y yo rezamos la noche anterior pidiendo que el día del encuentro no se cancelase por lluvia. Quizás, ahora comprendo, éste era el único propósito que la institución quería rescatar de toda esta, en cualquier otro orden, inútil actividad.
Ese sábado Buenos Aires amaneció radiante. Toda mi familia, vestida de rojo furioso, se subió al Chevrolet Chevette gris y se dirigió rumbo norte hacia el lugar del encuentro. Mi hermano, despreocupado por default, escuchaba Hermética en un Walkman Sony destartalado. Mis viejos hablaban de trabajo, o del tiempo, o de política, o de cosas que no tenían una mierda que ver a la hora de destruir al equipo azul, que era lo que realmente urgía. No conseguía entender que estuvieran tan tranquilos cuando yo, sentadito ahí atrás todo pequeño y tembloroso, tenía  dentro mío hectáreas de flora intestinal en pleno incendio a fuerza de nervios y anticipación. Este desinterés que notaba por parte de mis padres se reconfirmó en todos los adultos cuando llegamos al campo de deportes y vi como los padres del Rojo y de Azul se saludaban afectuosamente y se besaban y abrazaban ante el gesto estupefacto de sus hijos que, escandalizados, procuraban alejarse de esa dolorosa escena a paso firme. Era evidente que los adultos estaban allí para pasarla bien y relajarse, despreocupados de que al mismo tiempo sus hijos se estuvieran comiendo los intestinos el uno al otro sin piedad y con enjundia. Luego de una empalagosa introducción por parte del rector, se dio inicio a las actividades.
Yo siempre supe que era malísimo en los deportes. De chiquito nomás me di cuenta que la destreza física no me había tocado en suerte y, mostrando cierta adultez precoz, aprendí a aceptarlo . Siempre fui de los últimos que elegían en el pan y queso en los partidos de fútbol. Y en los partidos de Rugby. Y en los partidos de Handball. Y en el Quemado (en esto no me consideraba tan malo). Y en los partidos de volley. Y en todo lo demás, también. Sin embargo, no me gustaba para nada perder. Odiaba perder, entonces intentaba equiparar mi falta de talento con entrega y actitud. No solía funcionar, para serles sincero. Tenía claro que la única actividad en la que podía tener un desempeño destacable que me llevase a sumar puntos para el equipo Rojo era en el Torneo de Truco de niños (Los padres tenían su torneo de adultos) y le puse todas mis fichas a eso. Durante meses entrené con adultos. Jugar al truco con adultos cuando uno es niño es como como jugar en los equipos de Sparring contra los que juega la selección en las preparaciones de los mundiales. Uno sabe que está a un nivel muy inferior, entonces aspira a no desentonar y a pasar desapercibido entre los que son buenos de verdad y eso, más tarde o más temprano, te hace mejorar. En el truco es muy importante la palabra. Es necesario saber manipularla para decir sin decir y para sacarle provecho a tu mano, aunque sea una mano de mierda y ese es un talento que se aprende con la experiencia de vida, no sólo con la experiencia de juego. Yo no tenía experiencia de vida, pero podía copiar a gente que sí la tenía. Gané la final cómodo cuando mi rival cantó “Falta Envido” con 25. Como podrán imaginar, el nivel era muy pobre. Hice mi parte, un poroto para el Rojo.
Supongo que mi falta de talento en el deporte competitivo, junto a mis ojos color café, los heredé de mi madre. Pero ella es todo buenas intenciones y consiguió armar, a base de amiguismo, simpatía y buenas ondas, un sólido equipo de Volley de Madres. Tuvieron un pequeño susto en la final que parecía que se les escapaba, pero pudieron remontarlo a tiempo. La competencia seguía avanzando y, como se anticipaba, iba muy pareja. El medallero estaba casi empatado para las 5 de la tarde, pero con una leve ventaja para el Azul.
El deporte fuerte del Guadalupe era el Rugby. Había, según se habían esforzado en informarme ante mi total desinterés,  muchos jugadores talentosos en el colegio y teníamos un equipo muy competitivo a nivel interescolar. Pero existía un jugador en particular que destacaba del resto. Se llamaba Agustín Álvarez, era el hermano de un compañero de mi curso y se comentaba por los pasillos que estaba federado (Ni ahora ni en ese momento supe bien qué significaba esto, pero lo hacían sonar importante). Él, su hermano y todo su familia militaban para el equipo Azul. Quedaba disputarse el partido definitorio del torneo de Rugby y nadie dudaba que iba a ser el partido de Agustín Álvarez que esperaba su turno en silencio a un costado mientras se disputaba otro partido con la paz del deportista de élite que sabe bien qué es lo que tiene que hacer y como hacerlo, lo que le infunde a su rostro una tranquilidad como de monje shaolin que asombra a la vez que asusta. Mi hermano que estaba ahí de compromiso y que no le importaba en lo más mínimo todo lo que allí estaba aconteciendo, se limitaba a escuchar música y a ver el tiempo pasar. Lo único que quería era volver a su casa, a su habitación. De lejos lo vi que estaba sentado al lado de Agustín Álvarez con los ojos entrecerrados y la mirada perdida y moviendo el piecito al ritmo de “Evitando el Ablande” de Hermética que lsonaba desde sus auriculares. Veo que Agustín le habla. Él le responde. Se ríen un poco. Mi hermano le presta los auriculares. Agustín nunca había escuchado algo como esto, se lo nota entusiasmado. Hablan un poco más. Se ríen un poco más. De repente mi hermano mira para los costados en actitud sospechosa, como quien no quiere ser descubierto. Saca de su bolsillo un paquete de Lucky Strike de 10 y se lo muestra a Agustín con carpa para que nadie más lo viera. Ambos se levantan, se alejan de la cancha y se pierden entre los árboles.
La final de Rugby estaba por empezar. El profesor de educación física llamó a los equipos y 29 niños de Azul y Rojo acudieron a la llamada. Faltaba uno. Faltaba Agustín Alvarez Faltaba la estrella del equipo Azul. Me acuerdo con ácido placer de las caras de los jugadores del equipo Azul que gritaban aterrorizados llamando a Agustín mientras presentían que la medalla se les escapaba y del renacido entusiasmo en los rostros de los jugadores del equipo Rojo que se veían otra vez con chances. Agustín nunca apareció. El profesor se cansó de esperar y llamó a otro chico con camiseta azul para reemplazarlo. El infante en cuestión pesaba 23 kilos mojado. La paliza que le dio el equipo rojo es aún hoy antológica. Pocos saben que hubo un héroe anónimo que propició todo aquello con un paquete de puchos y Heavy Metal Argento del bueno.
Medallero empatado. Sólo una competencia por disputarse: La Final de Fútbol de Adultos. Ahí se definiría todo.
Mi padre es el único portador de mi apellido que es buen deportista. Su deporte es el Rugby. Es el que más disfruta y el que más practicó. Su nariz aún hoy, luego de múltiples operaciones, muestra las huellas de aquellos años en los que scrums y otras cuestiones de Rugby que desconozco (pero que él intento enseñarme sin éxito), acabaron por romperla en mil pedazos. Sin embargo, esta vez quiso jugar al fútbol y fue, posiblemente, la única vez que lo vi jugar a este deporte en mi vida.
Partido trabado, difícil de jugar. Mucha patada, mucho roce. Mi padre, que jugaba de lateral izquierdo, estaba teniendo un partido correcto. Cumplía con su función en defensa pero no participaba demasiado del ataque. Yo miraba el encuentro al costado de la cancha con los mismos nervios que sentí mientras sonaban los himnos en la final contra Alemania del 2014. Sentía que se me iba la vida en ese partido. Sabía que el Lunes en el colegio iba a ser catastrófico para los perdedores y apoteótico para los vencedores. Sabía que mis compañeros sentían lo mismo que yo y el aire era denso y costaba respirar. Me imaginé en el auto volviendo, derrotado, tirado contra la ventana con mis viejos hablando de cualquier pavada y mi corazón estrujado en medio del pecho. Me vi gritándole “Dale Campeón!” en las caras húmedas a esos salvajes azules. Fui así, divagando y divagando entre futuros diversos hasta que de repente sonó el silbato que me trajo nuevamente al presente. En el piso había un jugador del equipo Azul gritando de dolor. Era el padre de García, delantero del equipo Azul. Mi viejo lo había hombreado intentando ganarle la posición y el tipo se había caído doblándose el tobillo en el proceso. Todo parecía indicar que la lesión era seria y que no podría seguir jugando. Entre sus compañeros de equipo había un médico que acudió a su ayuda. Promediaban las 7 de la tarde y ya se hacía muy tarde. Con las bajas de García y su su compañero médico el partido había quedado 11(del equipo Rojo) contra 9 (del equipo Azul). Los jugadores de ambos equipos se amucharon en el círculo central y debatieron entre sonrisas cómo seguir con el partido. Después de relajadas negociaciones se decidió que un jugador del Rojo tenía que pasarse al equipo Azul de manera de que se pudiera terminar el partido 10 contra 10. El jugador que se pasó al equipo Azul fue mi padre.
Absorto y descolocado, como quien mira a un perro tocando el violín, contemplé cómo mi padre se sacaba la camiseta Roja y se calzaba la Azul. Mis compañeros del Rojo me miraban con los ojos grandes, pero yo no podía devolverles la gentileza. Estaba totalmente ensimismado y no podía entender el dominó de situaciones que estaba sucediendo.
El número 9 del equipo rojo toma el esférico y avanza. El número 5 del Azul lo espera muy bien y se la roba. Levanta la cabeza y pone un pase riquelmeano entre las piernas de la defensa Roja. Mi padre recibe el pase con soltura. Queda solo contra el arquero. El arquero se adelanta. Mi padre define con calidad al primer palo. Gol de Papá. Gol del equipo Azul. Escucho los gritos eufóricos de los de azul a lo lejos, como si estuviesen en otro plano, en otra dimensión. Mi padre sonríe en cámara lenta por el golazo que acaba de convertir y me mira. Me mira como diciendo “no pasa nada, lo importante es divertirse”. Siento un ardor en la panza como si hubiese comido brasas. Intento contenerlo con todas mis fuerzas pero se apodera de mí y ya totalmente poseído invado el campo de juego. Corro con ojos vidriosos entre adultos de azul que festejan tímidamente y voy directo hacia mi padre con todas las miradas en mí, como cuando un nudista irrumpe en la final de la Champions. Encaro a mi padre con la desencajada intención de golpearlo. Extiendo los diminutos brazos y lanzo un único golpe. Todo mi odio pre adolescente va condensado ahí, en esa patética trompada. Antes de que el puño tuviese chance de impactar, mi padre me agarra de la cintura, me levanta  y me abraza. Se ríe. Todos se ríen. Yo lloro. Lloro desconsoladamente. Mi padre me tranquiliza y me deja a un costado de la cancha. El partido termina. El Azul es campeón.
Ese Lunes intenté faltar al colegio, pero mi vieja no me dejó. Caminé esas 8 cuadras creyendo que no había vuelta atrás. Me dije “no hay manera de que se olviden de esto”. Ya está. Ya fue.
Entré al aula entre murmullos y me senté en mi banco. Sentí que los murmullos se acallaban y levanté la cabeza. Toda la clase me estaba mirando como esperando que dijese algo. “Vieron qué golazo hizo mi viejo?”. Un par se rieron.

lunes, 16 de enero de 2017

El Cuento Más Insignificante Del Mundo



Ya había pasado un año y medio de la última vez que León había hecho su cama. Cuando él consideraba  que la situación realmente apremiaba, es decir cuando las sabanas empezaban a darle arcadas y ya calculaba que nadie en el mundo querría siquiera aproximarse a ellas, se aventuraba a cambiarlas. Siempre que encaraba esta molesta tarea, lo hacía prometiéndose a sí mismo que esta vez lo haría como correspondía. No había arrugas en la cama que él soñaba. No había pliegues asimétricos en su fantasía. No había posibilidad alguna de siquiera criticar lo que él visualizaba para sí mismo en esa cama esa noche. La añoraba de verdad, como se añora el amor primero, como se añora la cerveza en verano, como se añora en verano al invierno, como se añora a un buen amigo en cualquier estación; pero sucedía que en medio de tanto tender y de tanto ensoñar, se aburría y cierto tedio venenoso aparecía sin anunciarse provocando que se detuviese con el trabajo a medio completar y dejándolo con sus sábanas de florcitas recién lavadas hechas girones sobre un colchón que sobresalía desinteresadamente hacia uno de los cuatro costados. De cualquier manera, la verdad es que León dormía de a ratos en el mejor de los casos.
León no había heredado los ojos de su padre ni la simpatía de su madre, pero de igual manera se las arreglaba para agradarle a cierta gente. A pesar de cierto intermitente pudor y de la necesidad de no permanecer en un mismo lugar por demasiado tiempo, lo que le daba el aspecto de estar permanentemente escapándose de todos lados, había personas que disfrutaban de su compañía y que incluso la propiciaban, muy de vez en cuando. Sin embargo León tenía la impresión de que, aún cuando el cariño que él sentía por los demás iba generalmente en dirección ascendente, los demás  parecían ir desencantándose de él poco a poco hasta que, una vez que el cariño hubiese descendido lo suficiente, finalmente acababan por olvidarlo y se iban de su vida para siempre. Él llegó a convencerse de que esta era la manera en la que el universo funcionaba y aceptó con una sonrisa el evidente desgaste de las energías que atraen a las personas argumentando que, como contrapartida de las partidas arribarían los arribos o, dicho de otra manera, que cada uno que se iba, dejaba lugar para que alguien nuevo entrase por un rato, para así finalmente lograr mantenerse permanentemente abastecido de gente con la que interactuar y relacionarse. Pero con el pasar de los años, y no sin cierta congoja, empezó a advertir que había algunas personas que permanecían impertérritas y monolíticamente presentes en su memoria aún cuando muchas, muchas otras habían arribado y también ocasionalmente partido. León, un poco triste, entonces se preguntó por qué sucedía esto y, al verse incapaz de encontrar estas respuestas por sí mismo, recurrió a libros, miró documentales, consulto con analistas, intentó comunicarse con dioses, vírgenes y santos de todas las maneras imaginables sin jamás llegar a ninguna precisión.
Y entonces se enojó. Se enojó consigo mismo. Se sintió estúpido. Se creyó incapaz de hallar las respuestas a sus preguntas y se dejó crecer la barba y las uñas. Se entregó a alguna marea pasajera y flotó por años sin rumbo cierto, entregado a las olas y a aquellas fuerzas superiores que le habían negado la verdad una y otra vez y a las que él responsabilizaba por estar hoy muy mal nutrido y pegajozo en una balsa piojosa a la deriva del tiempo y de todo lo demás.
Así anduvo, solitario y alimentándose únicamente con recuerdos y remembranzas lejanas por vaya uno a saber cuánto y a qué precio. Se acordó de cada una de las personas que habían sabido permanecer en su mente, en su alma y en sus recuerdos a pesar de los años, de los cambios y de las incoherencias y del hastío hasta que llegó a una isla casi sin darse cuenta.
Sintió la rispidez de la arena, oyó el canto de las gaviotas, sintió el ruido del viento entre los árboles por primera vez en mucho tiempo y caminó débil y resignado hacia ningún lugar concreto. Caminó por semanas o quizás meses hasta que las piernas le fallaron y la mente le empezó a decir cosas que no eran o que a lo mejor sí.  Caminó hasta que no tuvo conciencia de estar caminando y sospechó que en una de esas estaba flotando apenas separado del suelo. Cerró todos los ojos y flotó hacia allá donde nunca había sospechado llegar hasta que sus ojos se abrieron de repente y vio a aquel hombre. Lo vio distante a la concepción que tenía de un ser humano. Lo vio diferente y hermoso. Lo vio sabio y percibió en él una paz que se le antojaba incómoda y reconfortante a la vez. Quiso hablarle, pero no tuvo fuerzas ni palabras para hacerlo. Fue entonces que este hombre extendió uno de sus brazos y León pudo ver en su mano un caracol enorme y brillante que, cuando expuesto al sol, fulguraba de colores hermosos y desconocidos. Fue movido por el instinto que León tuvo el impulso de llevárselo a uno de sus oídos.
De su interior emanaba una música tan preciosa que entumecía el alma. Los sonidos que éste emitía escapaban a lo descriptible y, en idiomas inexistentes pero perfectamente entendibles, enunciaba preguntas y ofrecía respuestas a innumerables interrogantes con una simplicidad que resultaba conmovedora.
Lo cierto es que León no logró llegar a entender gran parte de lo que se le revelaba. Quizás no estaba preparado, quizás la mayoría del mensaje debía quedar latente en su memoria auditiva y emocional hasta que la madurez y las circunstancias que el futuro deparsen hicieran que él finalmente lograra decodificar el mensaje como un todo. Pero lo cierto es que algo entendió de todo aquello y fue motivado por esta flamante revelación que tuvo la inquebrantable necesidad de hacerse nuevamente a la mar con su precaria y destartalada balsa. Remó y remó hasta que llegó al continente. Viajó como pudo hasta llegar a su casa y, con la nueva y definitiva certeza a cuestas que le aseguraba que realmente no le hacía falta nadie más que él mismo para estar bien y en paz con el mundo, se dedico a hacer su cama.
Juro por lo más sagrado que nunca se vio ni ha de verse jamás una cama tan bien tendida y arreglada como la que hizo León aquella tarde noche de Febrero en la que se tiró a dormir, según se dice, por 120 hermosas horas ininterrumpidas.

domingo, 3 de abril de 2016

La Bolsa




“Es un buen momento para morirse”, pensó mientras la vieja del séptimo “A” que regaba las plantas de su balcón se espantaba a todo grito al verlo precipitarse raudamente con dirección al asfalto.

Se suele comentar que en el instante inmediatamente anterior a que llegue la muerte, a uno le toca repasar los hechos de su vida en una especie de ráfaga de flashes. Dicen que, por ejemplo, te ves a vos mismo de bebé mientras tu Papá adolescente te levanta en brazos con el entusiasmo incrédulo del que creó algo (o alguien); seguido de tu primer guardapolvo, dentro del cual recibirías los primeros cachetazos que el mundo te tenía programados;  ahí mismo aparecería tu primera novia dándote ese primer beso del que 20 años después te terminarías arrepintiendo, y muchas otras cosas de ese estilo. Toda esa creencia, enterita, es obviamente un gran chamuyo. Lo que en realidad sucede en el momento previo a que no haya más momentos, es que uno entra en un estado de relajación absoluta que es imposible experimentar en ningun otro tipo de circunstancia. Es entonces que la falta total de preocupaciones del que sabe que dentro de 10 segundos va a dejar de existir, te regala (a forma de despedida) una paz tan profunda que te lleva a entender las cosas con una claridad que puede resultar a la vez bastante espeluznante, como también satisfactoriamente reveladora.

Es así que, cabeza abajo y acelerando hacia el final, empezó a divagar entre pensamientos.
Un par de días antes nomás, la selección de Sabella había perdido una final del mundo y él se levantaba con la jugada de Palacio reproduciéndose en loop en el reverso de los párpados. ¡Puaj!, la cantidad de cafés con leche que le había arruinado el pelado de trencita ese, era difícil de cuantificar. A la vez se había dado cuenta de que aquello que se había pasado varios años estudiando y otros pocos ejerciendo no le daba ningún tipo de satisfacción. Para peor, se había separado de su quinta novia y ni siquiera sabía bien por qué. “No funcionó”, contestaba si la gente le preguntaba. Entonces pensó en las cuatro anteriores. Con ellas tampoco había funcionado. “Al fin y al cabo todo es descartable, hasta uno mismo”, pensó.


Cuando pasó por el sexto vio tras su ventana a don Cosme, que al escuchar el grito de terror de la vieja del séptimo, se sobresaltó espasmódicamente asustando a su caniche toy que pegó un salto y salió corriendo a esconderse por ahí.

Sin ninguna razón se acordó de su tío; el mismo que alguna vez en alguna playa allá en sus tiernos ocho años le había dicho “escuchame Jonás, hay que ganarse el pan laburando. No hay caminos fáciles, ¿entendés?”, y ahora resulta que se fue a ganar doce millones en el Quini.
“Todo es cualquier cosa”, se dijo a sí mismo mientras seguía cayendo.

En el quinto piso había una pareja que garchaba como enajenada sin reparar en ruidos. Tuvo muchas ganas de gritarles “!APROVECHEN!, ¡APROVECHEN QUE DESPUÉS SE TERMINA!”, pero se contuvo. No le gustaba la idea de ser recordado como “el cortapolvos del octavo A”.

Su médico de cabecera, el doctor Gorostiaga, le había dicho la semana pasada que se tenía que empezar a cuidar con lo que le metía en su organismo. Hizo especial hincapié en que deje “cuanto antes” la cerveza. Justo con eso se había metido. Le estaban demoliendo la casa de fin de semana. Le estaban descontinuando el remedio a la más jodida de sus enfermedades. Le estaban acallando la más florida de las aficiones. Le estaban pateando  la más testicular de sus pasiones.

En el cuarto estaba Benicio (soltero cuarentón) que, por más que hacía el intento de aislarse acústicamente de lo que hacía la pareja del quinto valiéndose simplemente de una almohada envuelta en su cabeza, lo escuchaba todo con demasiada claridad mientras algo le crecía irrefrenablemente en el pantalón.

Su analista le había dicho en la última sesión “Jonás, sos demasiado reflexivo con temas que quizás no te convienen”. Tenía razón. Tenía mucha razón el muy hijo de una gran puta. Él, a merced de la gravedad, se rió al recordarlo. Se rió como se ríen los que saben precisamente de qué van las cosas pero fallan estrepitosamente cuando intenten detener su curso. Vio que el suelo ya estaba mucho pero mucho más cerca y no estaba seguro de cómo se sentía al respecto.

En el tercero vivía Dolores, la chica más insoportablemente hermosa que había visto en toda su puta vida. Él, luchando con su asumidísima discapacidad para socializar, había intentado en varias oportunidades generar un acercamiento. En una época coordinó su horario de salida para cruzársela de vez en cuando en el ascensor y así sacarle algo de charla. Nunca escuchó salir de su boca ni una palabra que no se encuentre entre las siguientes: “Hola”, “Sí”, “Bien”. Y nunca las decía en sucesión. No lo registraba en absoluto.
Dio la casualidad (si es que se puede asumir que estas existen) de que justo en ese momento se estaba desvistiendo frente a la ventana de su habitación. Jonás siempre había fantaseado con su cuerpo desnudo y finalmente iba a poder verlo. Abrió bien grandes los ojos para no perder detalles.
“Tiene las tetas en forma de cono”, se dijo desencantado. “Nadie es perfecto, ni siquiera Dolores”.

Estaba por llegar al segundo y le empezó a subir la bronca. En el segundo vivía el sorete de Roberto.
Roberto era el dueño del departamento en el que vivía Jonás, el octavo A. Se conocieron porque su tía Haydeé (que era como una madre para él) andaba noviando con este tipo. Un poco para quedar bien el uno con el otro y dejar contenta a Haydeé, arreglaron un contrato el alquiler sin garantías, ni mes de depósito, ni nada por el estilo. La verdad es que Jonás odiaba ese departamento, era espantoso y se caía a pedazos,  pero no podía evitar sentirse un poco en deuda con el novio de la tía.
Fue apenas unas semanas después de mudarse que pudo constatar que el tipo este era un forro que se volteaba a medio barrio y que boludeaba a su tía constantemente, cosa de la que presumía con otros amiguetes del edificio.  Su tía lo amaba con tanta ilusión que a Jonás le costaba mucho contarle algo que pudiera destrozarle el corazón como todo aquello.

Pasó por el segundo queriendo verlo a la cara por última vez, pero el tipo no estaba, había salido.

“Pobre tía Haydeé”, pensó. Y entonces, como un relámpago, lo atacó la imagen de su tía recibiendo la noticia de su muerte. La imaginó asustada cuando el policía le tocaba el timbre de su casa y casi la pudo ver achicharrarse de dolor al escuchar lo que éste tenía para decirle. “Para peor ¡VA A PENSAR QUE ME SUICIDÉ!”, se dijo entonces y se empezó a desesperar.
Era muy lógico que ella pensara en un suicidio. ¿Quién iba a pensar que él  en realidad estaba estaba tranquilo tomando una siesta y que una bolsa de plástico, por acción del viento, se había quedado atorada en la reja su balcón y hacía un ruido que no lo dejaba dormir?. ¿Quién iba pensar que se le iba a ocurrir ir medio dormido y medio enojado a tratar de destrabar esta bolsa?.  ¿Quién iba a pensar que se le iba a cruzar por la cabeza pasar una pierna para el otro lado de la baranda para así llegar más cómodo a la bolsa?.  Absolutamente nadie iba a pensar eso. Todos sus seres querido, y también los otros, iban a asumir que era un pobre chico que tenía problemas y que tomó la peor decisión de todas. A Jonás le daba mucho asco pensar en esto.

Estaba llegando al balcón del primero A y gritó “!AYUDAAAAA!”, de desesperado nomás, porque bien sabía que era muy tarde para que acudan a su rescate.

Marta, la del primero, se llevó la mano a la boca en señal de consternación e incredulidad.

El piso se acercaba más veloz que nunca y él, quizás un poco demasiado tarde, había llegado a la conclusión de que no se quería morir. De ninguna manera se quería morir. Por lo menos no así.

Estaba tratando de determinar con qué parte del cuerpo era conveniente impactar cuando vio al forro de Roberto que se acercaba sin darse cuenta de nada. Se sintió muy pelotudo, pero aleteó. Aleteó y aleteó intentando modificar la trayectoria de su caída para hacerla coincidir con la ubicación del puto de Roberto.


Nunca supo si fue la física o la suerte la que estuvo de su lado, pero lo cierto es que Roberto quedó exánime, todo reventado contra el pavimento y a él solo se le quebraron las dos piernas y un par de costillas.

domingo, 14 de febrero de 2016

Cabo San Juan



No era algo común que estos tres la pongan, ¿para qué mentir?
A ver… quizás haga falta aclarar: No hay nada malo en ellos. Quiero decir, seguramente hay bastantes cosas malas en cada uno en particular y otras tantas que sólo salen a relucir cuando están los tres juntos, pero ninguna de esas cosas son lo suficientemente incriminatorias como para que en el veredicto final del jurado femenino se los pudiera sentenciar como “incogibles” y para luego condenarlos a carcel perpetua en el temible penal de la Castidad Eterna, pabellón Japa. No es para tanto, les juro que no.

Lo que les quiero contar es un cuento, que a la vez también es un juego (O al menos intentará serlo). Los hechos que se expondrán a continuación son de alguna manera verdaderos, pero se presentarán alterados en su inmensa mayoría. Me refiero a que algunos son totalmente falsos y otros son mentiras parciales o verdades a medias, como usted prefiera. Sin embargo habrá una (y sólo una) situación que contaré tal cual sucedió, con el propósito de que usted pueda llegar a señalarla una vez haya terminado de leer.

“Che, ¿vamo a Colombia?”. La idea había sido de Andrés (el más viajado del grupo) que una noche,  empecinado con hacerse de algún acompañante, reunió en un bar a Matías e Ignacio y les disparó la propuesta. Había preparado su discurso meticulosamente con la intención de que no hubiera chance de que este pasase desapercibido. No hubo necesidad de esperar demasiado para poder confirmar que había surtido el efecto deseado.
Llegaron a Bogotá el 14 de Febrero, día de los enamorados (Fue casualidad, aunque amor no faltaba), y se hospedaron en un Hostel ubicado en un barrio precioso llamado “La Candelaria”. Bebieron cerveza local, comieron platillos autóctonos, fueron a un par de museos y charlaron con algunas gentes. Pero en realidad estaban ahí de paso, la idea era irse cuanto antes para la costa, y eso mismo fue lo que hicieron 2 días después.
Los recibió Cartagena de Indias, tan calurosa y bella como sólo ella sabe ser. El taxi los llevó directamente a la impresionante ciudad amurallada, donde hicieron base, y de allí se fueron moviendo de pueblo en pueblo, de playa en playa, de Hostel en Hostel, cosechando borracheras y cachengues memorables y conociendo gente en el camino.
Una vez en Santa Marta, se cruzaron con un grupo de extranjeros (alemanes, holandeses, estadounidenses, argentinos) con los que hicieron buenas migas a tal punto de que continuaron el viaje en comunión.
En cuestión de minutos, como no podía ser de otra manera, se empezaron a armar parejas potenciales. Así pasa en estos casos y celebro que así sea porque casi ninguna historia sabe del todo bien si no se sazona con un cachito de romance.
“Che, ¡está linda Hanna!” dijo Andrés  refiriéndose a una rubia teutona (por favor lea la U en el medio de la palabra que para algo está, no quise referirme a su busto) que se resistía a que le hablen en inglés porque insitía en p­­racticar su castellano. “A mí me va más Melody”, retrucó Matías refiriéndose a una morocha argenta con unos ojos verdes que chorreaban simpatía. “¿Qué clase de nombre es Melody?”, chicaneó Ignacio que suele bardear de una forma tan graciosa que es difícil enojársele, y finalmente agregó “La que va es Sarah”.
Pum, ahí nomás se cerró el pacto. No hicieron falta juramentos, ni promesas, ni nada. Los tres sabían, a partir de ese momento, hacia dónde apuntar sus cañones (No es mi intención usar la palabra cañón como sinónimo de pene… No sé ni por qué aclaro tanto, pero bueno). Sus cañones no eran gran cosa, a decir verdad (leer nuevamente el paréntesis anterior), pero mal que mal cada uno por su lado iba haciendo sus intentos. Había días en los que parecía que se le iba a dar a Ignacio; había otros en los que Andrés picaba en punta; en otras ocasiones, Matías amagaba con concretar. Lo cierto es que ni chicha ni limonada (sepa usted dispensar la utilización de este ya de por sí confuso refrán).
Estaban una noche en la terraza de un Hostel de Santa Marta. Matías hacía que cantaba, Ignacio pretendía tocar la guitarra y Andrés, quizás el más fachero de los tres, tocaba el cajón peruano. En realidad no estaban haciendo otra cosa que pavonearse ante sus pretendientes, o quizás estaban haciendo todo lo contrario, ¿quién sabe? La cuestión es que entre mitad de canción y mitad de canción (Ignacio no se sabía ni 1 tema completo, sólo se sabía mitades) entre todos decidieron ir a pasar unos días a un lugar del que habían escuchado hablar durante toda su estadía en tierras colombianas, Parque Tayrona.
Parque Tayrona es una reserva natural de enormes dimensiones en la que uno puede encontrar playas de lo más disímiles con tan sólo caminar media hora. Es la intención de la gente que lo regentea conservar su estado natural, por lo que no hay ningún tipo de edificación en la que guarecerse para dormir y otras empresas, de manera que uno debe contentarse con carpas o hamacas paraguayas. Pero es un lugar tan alucinante que bien vale la pena dormir poco y nada con tal de experimentarlo.
Nuestros 3 buenos muchachos habían recogido (del verbo juntar, claramente, no del otro) durante todo el viaje, varias recomendaciones a tener en cuenta en el caso de decidir emprender tal travesía. “Miren que no se puede entrar con alcohol”, “No se les ocurra llevar ningún tipo de droga porque te revisan antes de entrar”, “lleven comida porque ahí te arrancan la cabeza” y ese tipo de cosas. La cuestión es que ellos, quizás estúpidamente envalentonados por esa hermosa sensación de invulnerabilidad que te da el estar conociendo el mundo, decidieron hacer caso omiso de todas estas cosas y llevaron alcohol, marihuana, petardos ilegales, armas de fuego con el número de serie limado y ese tipo de cosas. Quizás no tanto, pero más o menos.
Pasaron los primeros días intentando generar algún tipo de acercamiento con las muchachas, cada uno con la suya, sin demasiado éxito.  La idea de que las carpas sean mixtas, que a priori sonaba prometedora, terminó no siéndolo tanto. Si bien cada uno había procurado colocar su bolsa de dormir bien pero bien pegada a la de su pretendiente, el hecho de que hubiera tanta gente habitando dicha carpa no propiciaba el amor, precisamente. Pero se contentaban con alguna caminata en solitario, con uno de esos ridículos juegos de manos que a la vez son coqueteos y con menudencias de ese calibre. Se avanzaba a paso lento. Muy lento.
Durante una de sus caminatas matinales encontraron un nuevo camping ubicado metros del mar. “Cabo San Juan”, fue la respuesta que recibieron cuando, totalmente embobados por el paisaje, consultaron el nombre de aquel lugar. Automáticamente fueron a buscar sus bolsos al camping anterior, agradecieron la hospitalidad a sus dueños y corrieron de vuelta a Cabo San Juan. Sólo les quedaba una noche en Parque Tayrona y luego tenían que volver a Cartagena. Además esa misma noche sería la última que pasarían cerca de Hanna, Sarah y Melody, que habían resuelto quedarse un par de días más en aquel paraíso, lujo que nuestros protagonistas no podían darse. Había que sacarle provecho. TENÍA que ser ESA noche.
Se acercaron a un pequeño puestito en donde había un amable señor que cobraba por hospedarse en su camping. Este señor empezó a repasar las distintas opciones, hasta que les hablo de la cabaña, que era la alternativa más cara. “¿Qué cabaña?”, preguntaron desconcertados al no ver nada que se le parezca en las cercanías. El señor señaló una pequeña y rústica edificación en un alto en la punta del cabo (ver foto ilustrativa). Era una especie de glorieta con una columna en el centro, de la cual colgaban hamacas. No tenía ningún tipo de ventana y, al estar en terreno elevado, era muy castigada por el viento; sin contar que había que subir y bajar por un camino pedregoso que, cuando escaseaba la luz, era un poquito peligroso de transitar. Pero estar ahí arriba verdaderamente te sacaba el aliento. El ruido y el aroma del mar eran allí más concretos, más reales, tenían más vida y el paisaje acompañaba de mil maravillas. Aguas turquesas hasta donde el ojo alcanzaba a ver, cielos celestes llenos de sol, suaves arenas blancas llenas de Hanna, Sarah y Melody. No hubo mucho que pensar. Pagaron lo que había que pagar y ahí se quedaron.
Se pasaron todo ese día tirados en la playa planeando la última noche en total silencio, cada uno x su lado. Cuando finalmente llegó, los encontró preparados. Se pusieron sus mejores ropas (lo que no era mucho decir), rescataron de dentro de sus bolsos algo de tomar y algo de fumar que venían encanutando para situaciones críticas, se alejaron un poco del camping y se sentaron en ronda sobre la arena a consumir estas delicias iluminados únicamente por la luna. Confiaban en que un último toque de deshinibición, como el que suelen proporcionar el alcohol y las drogas, los iba a dejar mano a mano con el arquero y con tiempo para definir.
Todo estaba funcionando de mil maravillas, ellos decían estupideces, ellas se reían; las botellas giraban en sentido horario vaciándose parsimoniosamente; el charuto (perdón, no me pude contener, tenía que escribir la palabra charuto aunque sea una vez en mi vida) pasaba de mano en mano en sentido antihorario achicharrándose lentamente. Todo muy bien. Pero en cierto momento uno de ellos reparó en unas luces que brillaban a lo lejos y se acercaban lentamente. Por las dudas se apuraron en esconder todo rastro de drogas y alcohol lo mejor que pudieron. Esperaron en silencio mientras empezaban a confirmar que las luces provenían de linternas en mano de policías o gendarmes o algo por el estilo.
“Buenas noches”, se presentó uno de ellos (eran tres) y sin esperar respuesta preguntó “¿Qué están haciendo aquí?”. “Nada, oficial, disfrutando de la noche”, respondió Andrés. A un costado había una botella que aparentaba ser de agua, pero en realidad contenía aguardiente. Al oficial de la derecha le llamó la atención y entonces se acercó, la levantó, la abrió, olfateó su contenido y le dedicó una mirada socarrona a sus dos colegas. “¿Saben que está prohibido ingresar al parque con bebidas alcohólicas, verdad?”. Nadie respondió. “¿Tienen algo más?”, preguntó muy serio al cabo de unos segundos de silencio. “Eso es todo, oficial”, mintió Matías vaya uno a saber por qué. “Abran sus bolsos, por favor” sentenció entonces el que todavía no había hablado. Tardaron apenas segundos en encontrar la mísera pizca de marihuana  que había en el fondo de uno de los bolsos. Dieron alarma a través de un Handy y de repente, de buenas a primeras, estaban rodeados de oficiales de la ley montados en caballos que daban rondas y rondas alrededor de nuestro grupo de 6 mientras las luces de las linternas iban iluminando los rostros de los acusados intermitentemente conformando un cuadro completamente surrealista y disparatado en el medio de la noche Colombiana. “Vamos a tener que llevarlos a la comisaría más cercana en donde les tomaran sus datos que luego remitiremos a las embajadas correspondientes. Quedarán detenidos y finalmente procederemos a enviarlos de vuelta a sus países, de donde seguramente no puedan volver a salir”, explicaba el que parecía estar a cargo con tono calmo, pero amenazante. “Esto que ha sucedido quedará plasmado en sus antecedentes y es muy posible que de aquí en más les sea dificultoso conseguir empleo”, agregaba intentando asustarlos. Era evidente que todo esto era un bolazo y que lo que este sujeto buscaba era otra cosa. Se mostraba muy insistente en sus amenazas, repitiéndolas una y otra y otra vez hasta el punto del hartazgo y de tanto en tanto iba agregando algunas nuevas cada vez más ridículas e inverosímiles. Lo que preponderaba entonces no era el miedo, sino la necesidad de que los dejen terminar lo que habían iniciado, de que no les quiten esa última noche. “¿No lo podemos arreglar de otra manera, oficial?”, preguntó finalmente Andrés. Las marmóreas expresiones del rostro del policía de repente se suavizaron, confirmando su estratagema y finalizando el conflicto. Se resolvió en un par de minutos al cabo de los cuales los 6 turistas quedaron sentados en la orilla del mar completamente frustrados, sin nada que tomar, sin nada que fumar y con un poco menos de dinero en la billetera.
Pasaron un rato largo lamentando y discutiendo lo sucedido (bien bien lejos de cualquier posibilidad de coqueteo) hasta que en un momento Matías vio algo que le resultó extraño flotando en el agua, allá a lo lejos. Se acercó a la orilla, siguiendo al objeto con la vista mientras este se acercaba con cada ola que lo tocaba. Rápidamente se cansó de esperar y se hizo a la mar en su búsqueda. Los otros 5, que lo seguían con la vista francamente confundidos, no pudieron entender cómo era que el tipo este estaba saliendo del mar con una botella de cerveza llena en su mano mientras gritaba como un idiota. Era una cerveza nomás, pero lo emocionante de todo aquello era el guiño poético que estaban teniendo el gusto de presenciar y que les estaba devolviendo por medio del mar lo que la policía les había quitado por la fuerza. Eso fue lo que celebraron. Celebraron que el universo les estaba confirmando que ellos eran los buenos y que les estaba dando una palmadita en el hombro a cada uno de los 6.
La cerveza era intomable, es cierto. Las chicas directamente no se le animaron, es cierto.  Ellos la abrieron, la probaron y la dejaron a un costado, es cierto. Lo que también es cierto es que de las seis hamacas que habían reservado en la punta de Cabo San Juan, terminaron necesitando sólo tres.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

El Amor y las personas ligeramente deformes



Damián era un tipo, en general, bastante forro. De vez en cuando tenía la horrible necesidad de hacer sentir mal a la gente. Le nacía del centro del pecho. De acá (me señalo el centro del pecho). Lo sentía como si se tratase un bicho espantoso que le escarbaba desde adentro y que peleaba por salir con el solo propósito de picar a su víctima y después morir hecho una bola de nada en el piso del baño. Al principio a Damián le daba un poco de asquito su propia actitud y la idea del bicho horrendo, pero después de un tiempo se acostumbró y la aceptó como parte inamovible de su ser.
 Es que ese alguien- o algo- que años atrás rondaba por el patio del colegio aquel, del que luego lo habrían expulsado, le había hecho creer que era un tipo gracioso. En esas épocas siempre iba acompañado por su séquito, que estaba enteramente compuesto por gente mucho menos inteligente y creativa que él. Era de lo más común verlo pulular por el patio haciendo maldades con una estela de bobos detrás que le festejaba cada una de sus siniestras ocurrencias como si se tratase del público de una remake de una Sitcom yankee berreta con pantalla en canal 9. Y él, de alguna manera, se creía un poco el protagonista de la historia de esa escuela. Y le encantaba ese papel.
Pero ya habían pasado bastantes años de todo eso. No tenía ni idea de qué había sido de los reidores siquiera, pero él seguía igual de forro y ahora disfrutaba de recorrer las calles del barrio de Boedo haciendo sentir mal a los vecinos.
En Castro Barros y Juan de Garay había un quiosco de Flores. La chica que lo atendía, Pamela, era divina. Se decía que era dueña de una sonrisa capaz de abastecer de suministro eléctrico al barrio entero, acompañada por dos faroles verdes que a uno hasta le daba un poco de pena que tuviesen que cerrarse para pestañar. Su cuerpo, además, le hacía honor a esa cara que Dios había tenido la gracia de darle, pero tenía un pequeñísimo detalle que la separaba de la perfección: Tenía el culo doblado, ladeado para la derecha. La verdad es que de ninguna manera lograba arruinar el todo, seguía siendo hermosa,  pero ahí estaba ese culo y ella lo odiaba profundamente.
Pasaba sus días sin demasiados sobresaltos, entre rosas y margaritas, y con la radio haciéndole compañía. Pero de vez en cuando un grito rompía la calma desde la vereda de enfrente.
— ¡EH, CULO DOBLADO! —sonaba siempre seguido de un chiflido.
Y Pamela se llenaba de odio y de vergüenza. Se metía entre las flores queriendo hacerse invisible hasta que después de un rato, se le pasaba.
La situación se repetía varias veces por semana, hasta que un día ella finalmente se cansó. Lo vio venir a lo lejos y preparó el contraataque.
— ¡EH, CULO DOBLADO! —gritó Damián como era ya era costumbre.
— ¡MÁS DOBLADA TENDRÁS LA CHOTA, NENE! —le devolvió Pamela, orgullosa de sí misma.
Del otro lado de la calle Damián sintió el golpe. Directo en la boca del estómago. “¿Cómo sabe?”, se preguntó desconcertado. “¿¡Cómo mierda sabe!?”
Era realmente un tema sensible para Damián. Hace tiempo que lo tenía preocupado. A veces se soñaba a sí mismo con chicas desnudas que esperaban golosas en su cama a que él se sacara la ropa, y cuando lo hacía se reían bien fuerte y a coro. Justo ahí se despertaba todo sudado. Lo común, nada raro, pero era feo.
Decidió consultar con un profesional. No tenía obra social ni tampoco un peso partido al medio, así que se mandó sin avisar al consultorio de Raúl, un médico clínico que era amigo de su viejo.
— Hola, Raúl. Permiso… —saludó Damián asomando la cabeza por la puerta entreabierta del consultorio.
— Pasá, Dami, pasá— lo recibió y luego preguntó— ¿En qué te ayudo?
— La verdad es que me da un poco de vergüenza— le confesó hablando bajito
— ¡Pero che! ¿Hay confianza o no hay confianza? — dijo Raúl mientras abría grandes los brazos.
— Sí, ya sé.  Pasa que el tema es ahí abajo— le contó Damián mientras señalaba en esa dirección.
— ¿Te dejó pagando? — le preguntó el doctor con media sonrisa en la boca. A Damián de repente todo esto ya no le parecía tan buena idea como antes.
— No, nada que ver. Pasa que… es raro, diferente—
— ¿Cómo raro? ¿Me querés mostrar? —
— Y… otra no me queda— confesó resignado mientras se bajaba los pantalones.
Raúl entonces inspeccionó la zona con suma seriedad y profesionalismo, hasta que dijo:
— Está como chanfleado pa’ la derecha—
— ¡Ya sé, ya me di cuenta! — se quejó — ¿Qué puedo hacer?
—Y… —dijo Raúl, luego hizo una pausa y sonrió anticipando la pelotudez que iba a terminar diciendo— ¡Buscate una mina con el culo doblado!
Damián se vistió y se fue sin decir palabra habiendo aprendió que uno puede llegar a profesional, aun siendo un completo idiota.
Volvió a su casa, se encerró en su cuarto, lloró y se tomó una botella entera de Criadores que tenía guardada desde 1996. Durante esa noche, totalmente borracho, sintió que algo se había muerto dentro de él. Vomitó. Vomito fuerte, hasta que vio al bicho sucio, triste y sin vida flotando en el inodoro.
Al otro día se bañó, se peinó para el costado, se puso su calzón sin agujeros, su camisa buena, su colonia Paco que se había ganado en la misma kermesse donde se había sacado el whisky de la noche anterior, y se hizo a la calle.
Ella lo vio venir desde la vereda de enfrente y planeó el cachetazo. Ya no le importaba nada. Él cruzó la calle (algo que nunca antes había hecho, ya que mantenerse alejado era de vital importancia para su habitual número de gaste callejero), se acercó a paso firme, le robó ante sus narices una flor y le dijo:
— ¿Alguna vez te dijeron que tenés la cola más linda de todo el barrio? —
Le habían dicho cualquier cosa, menos eso. Ella bajó el brazo, que seguía presto para cachetear, aceptó la flor –siempre es mejor robada que comprada, solía pensar- y se fueron juntos a tomar un Fernet.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Pritty Limón



Germán tuvo el impulso, el ansia siniestra de pegar un volantazo y reventarse contra uno de los árboles que se repetían y se repetían al costado de la ruta buscando así emerger de esa estúpida sopa de silencio y bronca que, después de horas de viaje,  ya chorreaba por las ventanillas de su auto. Tuvo ese impulso de verdad y no paró de manifestarse en forma de flashes en varios momentos del viaje, pero siempre se contuvo, vaya uno a saber por qué.
Desde el asiento del acompañante, Natalia hacía cálculos y aproximaciones con los que intentaba averiguar si había reservada para ella alguna posibilidad de evitar la muerte si finalmente se decidiera a abrir la puerta de ese auto para luego escapar de un salto de todo aquel patético infierno. Hizo las cuentas meticulosamente, pero ninguno de los resultados logró satisfacerla, entonces se limitó a perder la mirada entre alguno de losa árboles que se repetían y se repetían al costado de la ruta.

Ninguno de los dos conocía puntualmente el porqué del desencuentro de turno.  Después de seis años de relación (tres de ellos en convivencia) los límites entre cada una de sus peleas se habían empezado a difuminar: el problema de hoy, remitía al de ayer, que a su vez estaba conectado con el de antes de antes de ayer que seguramente volvería a aflorar mañana o pasado,  y así. Era una suerte de estado de sitio constante que aunque por momentos se fingiera durmiente, latía bien fuerte y amagaba permanentemente con desatar cruentas balaceras en cada uno de los rincones de la casa, luego de las cuales siempre había algún muerto para lamentar.
Sangraban. Los dos.  Había un tajo rojo y profundo entre ellos que ardía todo el día y no los dejaba pensar,  y no los dejaba sentir. Últimamente, en completo silencio, habían acordado no hablarse. Él llegaba de trabajar, prendía la televisión y se perdía en el fútbol inglés. Ella lo escuchaba llegar y se sumergía en el estudio de la termodinámica. Para cocinar, se turnaban. Hacían comida para los dos, se servían la mitad en un plato y dejaban la mitad restante en la olla para que el otro la retirase cuando el uno se hubiese alejado prudencialmente de la cocina que, dicho sea de paso, es el ambiente más peligroso a la hora del disturbio doméstico. Se terminó gestando entre ellos una muda sincronía como de espectáculo de mimos, pero definitivamente menos simpática. Es cierto que se trataba de una medida drástica (esta del pacto de silencio), pero al honrarla por los menos se ahorraban los gritos (a los que se sumaban  las consecuentes quejas de los vecinos), como así también la rotura de vajilla y el mobiliario. Esta iniciativa les funcionó bastante bien por un tiempo, pero sucedió que a mediados de Noviembre se vieron obligados a asistir a un casamiento en la provincia de Córdoba. Faltar no era una opción, viajar en avión tampoco. El sentido común les susurraba desde atrás de la oreja que una cosa era evitarse totalmente estando dentro de una casa de tres ambientes con patio y terraza, y otra muy diferente era hacerlo en las entrañas de un Volkswagen Gol gris topo. La sola idea los aterraba.

Salieron un sábado a la mañana. Germán se puso ropa cómoda, zapatillas de correr y la esperó en el auto por más de diez minutos. Natalia se pintó la boca de rojo, se puso lentes de sol, se tapó la cabeza con una chalina y le cerró la puerta un poquito fuerte a propósito, para que viera con qué bueyes estaba arando.  Él puso cara de fastidio, pero no dijo nada. Arrancó el motor, sacó el freno de mano, suspiró resignado saboreando el inminente suplicio y pisó el acelerador. Ni siquiera habían llegando a Avenida Santa Fe y ella ya se estaba engranando: “Siempre agarra por acá. ¿No se da cuenta de que se morfa todos los semáforos? ¿Será posible?”, pensaba mientras movía la piernita con ritmo nervioso, lo que generaba un apenas audible tun-tun en el piso del auto que sin embargo Germán percibía como una manada de elefantes atravesando su cuero cabelludo. “¡Ahí está la piernita! ¿Cuánto vamos, quince minutos? Sí, quince minutos y ya empezó con la piernita”, se lamentaba indignado.
Pararon antes de llegar a General Paz para cargar nafta. Él se bajó a comprar algo de tomar, pero lo único que encontró frio en la heladera fue una Pritty Limón. Germán detestaba la Pritty Limón. Ya había descartado totalmente la transacción cuando lo asaltó la idea de que ella pudiera pensar algo así como “¡Ni siquiera tuvo la delicadeza de comprar algo de tomar! ¡Dios me libre y me guarde!”. Furioso apretó los puños tomando la frase como ya pronunciada, volvió a la heladera y compró dos litros y cuarto de ese brebaje radioactivo disfrazado de gaseosa digna. Finalmente volvió al auto, abrió la Pritty, le dio un sorbo con dificultad, se dijo “definitivamente esto no es para mí”, la revoleó en el asiento de atrás y retomó el viaje. Natalia, por su parte y como era de esperarse, se quejó en silencio “¡Para comprar eso, mejor no hubiera comprado nada!” y se empezó a pintar las uñas.
El Gol se abría paso rápidamente por la ruta 9 esquivando obstáculos con perfecta imprudencia. Se notaba claramente en sus maniobras que había apuro. Se presentía perfectamente en su andar que era preciso llegar cuanto antes; no por el entusiasmo que suele generar la idea de cambiar de paisaje, tampoco por la promesa de un sustancioso desenfreno etílico junto a amigos de la primaria, mucho menos por el ineludible trencito de carnaval carioca con las manos en la cintura de un cualquiera y la corbata verde ajustada sobre la  frente sudada y pegajosa de las 5 de la mañana. Lo que ansiaban con simétrico esmero era poder salir de ese auto para dejar cuanto antes de estar el uno con el otro.
Ya habían transcurrido un par de horas largas cuando la pregunta “¿Por qué seguimos juntos?” los impactó casi al mismo tiempo. Natalia se acordó de sus amigas. La mayoría ya estaban casadas y un buen número de ellas también tenían uno o más hijos. Ella no estaba segura si precisamente eso lo que quería para su vida, pero sentía que estaba llegando a destiempo a todo y eso la desesperaba un poco.
Germán pensó en su secretaria que no dejaba de provocarlo a todo momento, de lunes a viernes de 9 a 18. El siempre la había esquivado. Era evidente hasta para un no vidente que Natalia era mucho más linda que ella, pero todo aquello de sentirse deseado, ese jueguito perverso de aproximaciones pero nunca contactos le estaba empezando a cosquillear desde adentro. Para colmo hacía meses que Natalia ni siquiera lo tocaba.
El silencio ya espesaba el aire dentro de aquel auto.Se sabe que los silencios pueden ser de lo más bellos cuando remiten a la pausa, al descanso, al suspiro, a la paz. Pero cuando están cargados de reproches, de espantosas omisiones y verdades empantanadas, arruinan el aire y  de alguna manera lo transmutan en espantosas anacondas que terminan por sofocar los corazones como a míseros ratones.
Fue por temor a esto que a Germán, a la altura de Rosario, se le ocurrió prender la radio. Durante horas se sucedieron canciones horribles que apenas lograron entibiar la hostilidad que ambos supuraban, pero en cierto momento el locutor anunció “Y a la vuelta de la tanda, lo que veníamos prometiendo: ¡Nuestro 2 x 1 del sábado! Suenan hoy dos temas de los Beach Boys por el precio de uno. ¡No te vayas que ya volvemos!”. Cuando escucharon el nombre de la banda, los dos al mismo tiempo dirigieron una mirada incrédula y fugaz hacia la radio con los ojos abiertos como platos. Germán y Natalia morían por los Beach Boys. La tanda se hizo eterna, pero justo después de un aviso de una pinturería empezaron a sonar las primeras notas de “Wouldn´t It Be Nice” (“¿No sería lindo?”, en castellano). Los dos se la sabían de memoria y no pudieron evitar usar sus gargantas por primera vez en todo aquel día para cantar a viva voz. “Wouldn't it be nice if we were older? / Then we wouldn't have to wait so long” (“¿No sería lindo que fuésemos más grandes? / Así no tendríamos tanto por esperar”), en perfecta armonía mientras bailaban de la cintura para arriba. “You know it's gonna make it that much better / When we can say goodnight and stay together”  (“Sabés que todo va a estar mucho mejor / Cuando podamos decir buenas noches y quedarnos juntos”), y  sonreían y se miraban a los ojos despues de mucho tiempo.“Happy times together we've been spending /I wish that every kiss was never ending / Wouldn't it be nice?” (“Juntos pasamos tiempos felices / Ojalá cada beso fuera interminable / ¿No sería lindo?”), decía la dulce voz de Brian Wilson y el Gol de repente era todo alegría.
Sin separador mediante empezó a sonar el segundo tema, tal como estaba previsto. Apenas se dieron cuenta de que se trataba de “God only knows” (“Solo Dios sabe”) los dos gritaron “¡UUUHHH!” -interjección de alegría que uno emite cuando suena su tema favorito-. “I may not always love you / But long as there are stars above you / You never need to doubt it / I'll make you so sure about it / God only knows what I'd be without you” (Quizás no te ame por siempre / pero mientras haya estrellas encima tuyo, / Ni siquiera tenés que dudarlo / yo me voy a asegurar de que no lo hagas / Solo Dios sabe qué haría yo sin vos”), canturrearon tomados de la mano rozando la disfonía mientras Germán marcaba el tiempo con la bocina “If you should ever leave me / Though life would still go on believe me / The world could show nothing to me / So what good would living do me / God only knows what I'd be without you” (“Si alguna vez me dejaras / Si bien mi vida continuaría, / El mundo ya no tendría nada para mostrarme /¿De qué me serviría vivir entonces? / Solo Dios sabe qué haría yo sin vos”) se decían el uno al otro y eran, por un ratito, todo amor. El hermoso tema finalizó con ese precioso arreglo vocal que ellos reprodujeron con precisión,  tomándose turnos, cambiando de registros como si se hubieran pasado la vida ensayándolo.
Luego silencio. Otra vez silencio, como si nada de aquello hubiese pasado. Faltaban un par de horas todavía, la ruta estaba desierta y el cielo se había encapotado. Miles y miles de árboles enmarcaban el pavimento hasta más allá del horizonte mientras Germán y Natalia empezaban a considerar seriamente la opción de reventarse contra un árbol o de saltar del auto en movimiento y así dar fin a ese calvario. Ella, con la garganta seca de tanto cantar, tanteó el asiento de atrás y encontró la Pritty Limón. Le dio un sorbo largo, pero a mitad de camino, cuando su boca ya estaba llena de ese líquido espantoso, sus papilas dieron el alerta y, sobrepasada por el asco, no pudo más que escupir todo el buche nuevamente dentro de la botella, contaminando su ya de por sí repugnante contenido con su saliva caliente. Disimuló lo mejor que pudo y volvió a dejarla en su sitio haciéndose la desentendida.
Los kilómetros y las horas se sucedieron anodinos como si se hubieran sometido al más soso “Copy-Paste” y ya casi estaban llegando, cuando una sed espantosa invadió a Germán por completo. Buscó en el GPS una estación de servicio en la que comprar algo que le permitiera saciarla. Se resistía a volver a tocar la Pritty. Se negaba a tocar la Pritty. Comprobó con desconsuelo que no había ningun dispendio en las cercanías y entonces decidió, no sin meditarlo varias veces, desquitarse con lo único que tenía a mano. Tomó la botella casi llena sin reparar en la escupida que había dentro. Ella entonces se dio cuenta de lo que iba a suceder, se puso toda colorada y se hundió en el asiento de vergüenza. Se oyó el "TSHHH" propio del destape de bebida gaseosa y el recipiente se acercó lentamente a la boca de Germán guiada por su mano temblorosa. Dio un primer trago, la separó de sus labios, la miró incrédulo no pudiendo entender de que se trataba de la misma bebida, pensó “Epa, ¿qué onda? ¡no está tan mal!” y se la tomó toda (los 2 litros enteros) de un solo sorbo.
Envalentonado por su renovado bienestar y sin planearlo demasiado se dirigió directamente a Natalia: “No te soporto, ¿sabías?”. A lo que ella respondió “Sí claro, yo tampoco”.

Sin sacar los ojos de la ruta, Germán extendió su mano derecha con el puño cerrado como tantas otras veces, ella hizo lo mismo con su mano izquierda y en el instante en que los puños se chocaron, juntos pronunciaron por lo bajo un ya clásico “¡BOOM!”

viernes, 9 de octubre de 2015

Todo gordo y marrón, shí.


 
 
Caminás por la calle. Estás yendo a despedirte de tu perro, a verlo por última vez. Estás yendo a despedirte de alguien que va a morir porque vos y tu familia decidieron que es el momento de que así sea. Pensás qué decirle, tenés frío, hace frío y no se te ocurre qué decirle. El hijo de puta interno te dice que es un perro y que no te entiende, que no vale la pena romperse la cabeza. Pero dudás. Dudás porque querés dudar. Dudás porque sabés que es más que un perro. Dudás porque sabés que es mucho más que un perro. Seguís pensando y tenés frio. Tenés cinco mil cuatrocientas camperas en la mochila, pero no te abrigás. No sabés porque, pero preferís no abrigarte. Caminás lento, no querés llegar. Se levanta un viento, tenés frío. Te preguntás si están haciendo lo correcto. Te hacés la misma pregunta que te hiciste mil veces en estos días. No encontrás respuesta. No hay manera de saberlo. Faltan tres cuadras, cada vez hace más frío. Querés fumar, pero sabés que no conviene. No te importa qué es lo que conviene, pero no hay tiempo para perder en esas cosas. Estás apurado. Estás apurado por llegar, pero no querés llegar porque ahora tenés perro.  Después no. Va a llegar la hora prevista y no vas a tener más perro. Va a llegar la hora prevista y lo van a sedar. Y después le van a mandar un suero que tiene algo adentro que mata. Y después va a venir una camioneta y se lo van a llevar y lo van a meter en un horno. Lo que quedé de ese infierno controlado lo van a meter en una caja y te lo van a llevar a tu casa. Yo lo sé porque ya tengo de esas. Están en la casa de Mamá. No sé bien dónde, pero están. Hace frío, no se te ocurre nada que decirle a tu perro. Empezás a considerar que es buena la idea de decirle lo primero que te venga a la mente. No sabés cómo va a ser. No sabés con qué te vas a encontrar exactamente. Te lo imaginás, pero no sabés. No sabés una mierda. Ni de eso ni de nada. Llegás a lo de tu Mamá, abrís la puerta y ahí está tiradito tu perro. No se puede parar, tiene las patas muy jodidas y hace poco le encontraron un tumor. Te mueve un poco la cola y levanta un poco la cabeza. Te acercás rápido porque no querés que haga esfuerzo. Ahí está tu Mamá, montando guardia desde vaya uno a saber cuándo. Ella te pregunta si tenés frío, le decís que  no. Te sentás al lado de tu perro y lo acariciás, nunca habías visto el tumor. Te toma por sorpresa, tiene un bulto semipelado en una pata. De las cuatro que una vez tuvo, ahora le queda una sola. Puede confiar en una sola y hasta ahí nomás. Las canas hace tiempo que las tiene, es un perro viejo. Sabés que tuviste catorce años para encariñarte y no malgastaste el tiempo. Seguro que hay miles de recuerdos preciosos, pero ahora no. Ahora no. Le tocás las patas chuecas. Le acariciás la cabeza, él te mira con ojos cansados. Tu vieja te pregunta en qué pensas. Le devolvés un “qué se yo”. Le pedís que te dejen un rato a solas con tu perro.  Ella se va a la cocina. Le hablás, le decís que lo querés. ¿Qué mierda le vas a decir? Le decís que no sabés si están haciendo lo correcto. Le decís que no querés que sufra. Le contás que te ayudó a crecer. Le contás que, junto con todas las otras cajitas que están por ahí guardadas en lo de tu Mamá, te enseñó a querer. Le decís que es parte de tu identidad. Le decís que sos “el tipo que pone voz de idiota y  tiene conversaciones con cada animal que se le pasa por adelante” gracias a él. Le decís que tus amigos dicen que es “el perro más querido del grupo”. Le decís que cada cinco minutos están diciendo la frase que titula esto que estoy escribiendo y le contás que fue por él que la inventaste y que prendió y la dicen siempre. Le pedís perdón si es que alguna vez le hiciste mal. Le das mil besos en la trompa y te vas. Pero antes de irte tenés el impulso de ver la tortuga muerta que tenés arriba del mueble. La misma de la que ya hablé hace unos días. Eso hago. Ahí está, todavía muerta. No esperaba nada diferente, pero ¿qué se yo? Le doy un último beso y me voy sin mirar atrás a propósito. Hace frío. Pienso en que estamos toda la vida tratando de esquivar a la muerte y ni siquiera sabemos qué es, qué significa. La tomamos como antónimo de la palabra vida y en realidad es lo que define a la vida como tal. Divago. Quiero fumar, pero no fumo. Tengo frío pero no me abrigo. Ahora sí sé por qué es que no me abrigo y es porque sospecho que hoy, ahora, en este momento no me lo merezco. Hoy frio. Hoy tiene que ser frío. Camino hacia mi casa. Pienso en lo importante que fueron para mí todos mis bichos. Le doy vueltas a la idea de que lo único que uno busca todo el tiempo con todo lo que hace es ser importante para alguien y que ese alguien te demuestre que  de verdad lo fuiste. Hoy, por lo menos hoy, pienso que ESE es el sentido de la vida. El sentido de la muerte nadie lo sabe y eso es lo que la hace la verdad más violenta de las verdades. Caminás otro rato, ya estás llegando. Pensás que a pesar de todo, valió la pena. Otra vez valió la pena. Tenés muy claro que se te van a seguir muriendo y vas a seguir adoptando y que vas a seguir llenando tu vida de eso que nada ni nadie más te puede dar y que es uno de los amores más de verdad que has llegado a sentir. Ahí empezás a sentir el nudo en la garganta. Falta una cuadra. Te decís “dale que ya estamos, aguantá un cacho más”. Y no aguantás nada. Llorás en la calle por primera vez en 20 años o más. La señora de la vuelta te saluda y se da cuenta. Caminás rápido. Esquivás al encargado. Te ves todo rojo en el espejo del ascensor. Abrís la puerta de tu departamento. Ahí están tus gatos. Llorás más fuerte.  Te miran, te escuchan,  no entienden nada. No querés explicarles. No podés explicarles.