viernes, 13 de febrero de 2015

Bioluminiscencia



A las 15:51 del nueve de Mayo del año 2020, explotó el Sol.
Ni la comunidad científica, ni los más afamados profetas, ni la señora que escribía el horóscopo del diario La Nación llegaron a predecirlo. Todos coincidían en que se esperaba que sucediera algo por el estilo,  pero cinco mil años después (según cálculos y aproximaciones). Pero no, pasó el nueve de Mayo, nomás.
Tampoco acertaron en las consecuencias que supondría un desastre como aquel para nuestro planeta. Varios documentales de canales de cable aseguraban que la explosión sería de una potencia tal, que desintegraría por completo a todos los planetas de nuestra galaxia, dejándola en el olvido para siempre.
Sin embargo, lo que realmente sucedió fue otra cosa que, aunque  realmente dramática, distó de ser tan definitiva: Millones de lenguas del fuego más rabioso y voraz arrasaron con todo lo que se encontraba en ese momento sobre la superficie del planeta, evaporando mares, destruyendo monumentos históricos, haciendo desaparecer a la mayoría de las especies.
Pero hubo distintos grupos esparcidos por el globo que tuvieron la buena fortuna (o la mala fortuna, según el cristal con que se lo mire) de estar  varios metros bajo tierra cuando sucedió el cataclismo. Uno de ellos estaba compuesto por mineros santiagueños, ocho hombres y tres mujeres,  que se encontraban trabajando en una mina cerca de la Sierra de Sumampa.
Fueron sorprendidos súbitamente por un terremoto que parecía no terminar nunca, acompañado por un calor rayano en lo infernal.  Se asustaron mucho,  por supuesto, pero lo que nunca se imaginaron fue que al salir de las penumbras propias de la mina se encontrarían del lado de afuera con una oscuridad mucho más terrible y espesa, que los envolvía y les robaba el aliento. Además todo apestaba a humo y a muerte, y el silencio que imperaba y que callaba toda esta escena, era difícil de aguantar.
En ese momento, los once al unísono, entendieron lo que era el miedo. Ese miedo a no saber qué es lo que podría a pasar dentro de diez segundos. Ese miedo de pensar a todos los suyos muertos. Ese miedo a un mundo sin amaneceres, sin plantas, sin día, sin noche, sin vida, sin nada.
Caían en todo esto mientras se buscaban el uno al otro tanteando sus alrededores con deseperacion, siguiendo el sonido de gritos y lamentos, e intentando hacer contacto con un cuerpo que los hiciera sentirse menos solos, al menos por un rato.
Contaban, como cualquier minero que se precie de tal, con linternas y otros elementos para valerse en la oscuridad, así que se dispusieron a explorar las proximidades de la mina. Lo que  se encontraron, como era de esperarse, fue totalmente desalentador. Vieron su primer cuerpo calcinado y cayó una ficha más, una muy pesada. Se quedaron contemplándolo aterrados por unos minutos y decidieron darle sepultura. Cuando vieron el segundo, el tercero, el cuarto, el décimo, comprendieron la ingenuidad de aquella iniciativa y dejaron de considerarla siquiera.
Los primeros días (término que ya había perdido gran parte de su sentido, pero que igualmente decidieron utilizar) se los pasaron arrastrando los pies de un lado para el otro en busca de suministros, rogando, cada uno a su Dios personal, que no se les agoten las pilas de las linternas. Intentaron llamar por teléfono a sus familias desde sus celulares, pero no hubo caso. Fueron en caravana a la casa de cada uno de los once, pero ya no quedaban más que escombros.
Lograron conseguir algo de comida que “disfrutaron” en silencio a la luz de una fogata.  Después de la cena  (o el almuerzo, ya todo era lo mismo) uno de ellos gastó lo poco de vida que le quedaba a su celular e hizo sonar algo de música. Veintidós ojos, vacíos de brillo, se bañaron en las llamas que bailaban al compás de los arpegios de Spinetta en “Barro tal vez”, hasta que el sueño los pasó por encima.
A medida que el tiempo pasaba, la temperatura iba cayendo estrepitosamente. Al término de una semana, los termómetros marcaban los 2 grados y ya costaba bastante alejarse del calor de la fogata. Y no era necesario haber terminado el secundario para tener en claro que el frio se iba a poner cada vez peor. Sin embargo tenían muchas cosas de las que preocuparse para andar aventurándose en pensar a futuro.
Unos días después, mientras buscaban baterías en las ruinas de un supermercado, vieron una luz a lo lejos.  Casi instintivamente  apagaron linternas y antorchas y se mantuvieron en silencio. No había manera de saber si esa luz traía buenas o malas noticias, pero se estaba acercando y ellos la esperaban sin mover un músculo.
Eran tres hombres. Uno de ellos estaba armado. Los otros dos iban detrás y llevaban antorchas.
El primero que habló, fue el del arma.
— ¿Quién anda ahí?— preguntó con voz temblorosa.
— No dispare, señor— dijo uno de los mineros asomándose de rodillas y con las manos levantadas a la luz de la antorcha.
— ¿Cuántos son? — Preguntó el hombre sin esperar respuesta y luego agregó— acérquense despacio con las manos arriba.
— Somos once, señor— respondió finalmente una de las tres mujeres del grupo. Los ojos del tipo del arma se abrieron como platos.
— Tienen mujeres — le comentó a sus compañeros por lo bajo, como si no pudieran darse cuenta por ellos mismos— Prendan un fuego— ordenó finalmente.
Se sentaron alrededor de la fogata y se contaron sus historias. El tipo del arma los convido con un par de botellas de Whisky, que fueron girando de mano en mano hasta vaciarse.
Resulta que se trataba de un conjunto itinerante de estudiosos del ocultismo que viajaba por todo el país siguiendo leyendas locales. En este caso iban tras la Cueva de la Salamanca. Según cuenta la leyenda, La Salamanca es un lugar diabólico donde el mismo Satanás enseña sus artes. Es el lugar en donde las brujas se juntan tres veces a la semana a planear sus fechorías y donde acuden los que desean iniciarse en las prácticas de todo maleficio.
La cuestión es que después de mucho averiguar, llegaron a la ilustre cueva. No encontraron absolutamente nada dentro, lo que los decepcionó, pero justo cuando se estaban disponiendo a abandonar el lugar, sintieron la explosión. No hace falta aclarar que con esto les alcanzó y les sobró para decretar la autenticidad paranormal de aquel lugar. Luego vagaron de aquí para allá, relamiéndose por el  reciente descubrimiento, hasta que cayeron en la gravedad de la situación.
— Estábamos tan fascinados con todo el tema de la cueva que no nos dimos cuenta la gravedad de lo que estaba pasando— dijo el del arma, tomando la palabra por el resto, como ya era costumbre— ¡Por suerte tenemos un científico en el equipo!— exclamó mientras le palmeaba la espalda a uno de sus compañeros.
— ¡Te dije que no soy científico! Me gusta leer revistas de divulgación científica, nada más—  le respondió molesto.
— Para el caso es lo mismo, la cuestión es que nos salvaste a todos—
— ¿Otra vez?, te dije que no los salvé de nada. Estamos cagados, ¡bien cagados! — le dijo al del arma mirándolo fijo a los ojos.
Los mineros observaban todos estos vaivenes siguiendo con la mirada a uno y a otro de los implicados sin emitir sonido, como si de un partido de tenis se tratase. Cuando ”el científico” se dio cuenta de esto, se dirigió a ellos.
—No nos queda mucho tiempo, ¿para qué les voy a mentir? —dijo mirándolos a los ojos de a uno por vez— Cuando el Sol explotó salimos de órbita junto a los otros planetas que giraban alrededor de él. Nos disparamos en línea recta y con velocidad constante hacia ningún lugar. Cada día que pase, el frío va a ser más duro y finalmente nos vamos a convertir en una gran bola de hielo flotando sin propósito alguno por los confines del universo. Es que sin otra fuente de energía calórica, La Tierra va a expulsar todo el calor que le queda en su atmósfera y nunca podrá reponerlo,  por lo que se irá congelando poco a poco— explicó— Durante un tiempo vamos a estar bien, pero llegado el momento, todo se volverá húmedo, pero húmedo de verdad. El aire se tornará líquido, puesto que alcanzaría el frío suficiente como para que los gases se condensen, y entonces lloverá intensamente. Estas precipitaciones constantes, con el tiempo, se volverán sólidas y no dejará de nevar en grandes cantidades, todo el tiempo.  En cierto punto  el aire se condensaría de tal manera que, para poder respirarlo necesitaríamos estar junto a uno fogata u otra fuente de calor para que sea posible.
Siguieron varios minutos de silencio. La información que acababan de recibir precisaba de un cierto tiempo para terminar de asentarse en sus cabezas
— ¿Y qué vamos a hacer? — preguntó finalmente uno de los once con miedo en la voz.
— Yo pensé en algo. Estos dos— dijo señalando a sus compañeros— creen que es la salvación, pero ya les expliqué un millón de veces que, a lo sumo, ganaríamos unos meses más y ya.
— ¿Y cuál es la salvación? — le preguntaron con ansiedad.
—  La única verdadera salvación sería que, en nuestro eterno vagar por el universo, pasemos lo suficientemente cerca de una estrella nueva y podamos orbitar alrededor de ella, como una suerte de suplencia del Sol.  Pero no hay chance de que eso pase en los próximos 10 millones de años, por lo menos. No vamos a aguantar tanto tiempo. Si en algún momento eso llegara a ocurrir, nuestra especie no llegaría a presenciarlo. Nos extinguiríamos mucho antes—.
— Me refería a la otra, a la que tus compañeros opinan que podría ser la salvación  — dijo uno de los mineros.
— Ah, sí… Quedarnos cerca de una fuente de energía geotérmica o hidrotermal— explicó  técnicamente, pero al ver que nadie entendía a qué se estaba refiriendo, agregó— Termas, tenemos que ir a unas termas, como las de Río Hondo acá en Santiago.
Todos estuvieron de acuerdo, aunque en realidad tampoco tenían muchas más opciones.
Los once entonces, se convirtieron en catorce, y allí fueron. El camino fue largo y bastante duro. Caminaban por períodos de tres horas y luego descansaban al calor de la fogata por otras dos.
Al cabo de unos pocos días que parecieron miles, llegaron a destino muertos de frío, de cansancio y de hambre.
Uno de los mineros había trabajado de valijero en un hotel próximo a las termas y conocía cada uno de los recovecos de su geografía, por lo que ofició de guía para el resto. Los llevó directamente a su lugar preferido. Era el mismo que únicamente recomendaba a los huéspedes del hotel más generosos a la hora de la propina. Para acceder al mismo, era necesario internarse en un camino rocoso en el que debían subir y bajar caprichosamente por un largo rato. No se trataba de una travesía para cualquiera y memorizar el camino, requería varios viajes.
A medida que se iban acercando, se sentía al frío retroceder. En realidad seguía allí, agazapado (pero siempre presente), pero ellos lo sentían como un triunfo e inflaban el pecho al verlo dudar.
Al final del trayecto se llegaba a un claro entre las piedras en cuyo centro reposaba un piletón de aguas termales.
Tan pronto como pudieron, se despojaron de sus ropas y se metieron al agua. La temperatura, si bien no estaba a la altura de sus expectativas, se les hacía realmente agradable. Aprovecharon para darse un baño, gusto que desde la explosión de la que ya habían pasado varias semanas, no habían tenido posibilidad de darse.
Repararon también en que las piedras que descansaban próximas al agua despedían un tímido pero reconfortante calor. Así que se apuraron a elegir una propia. "Esta es mía" decían como si fuesen hermanos recién mudados, y ponían sus cosas encima para que nadie más se atreva a tocarlas.
Por unos días los ánimos se apaciguaron. Se escucharon las primeras risas en mucho tiempo, cantaron canciones junto al fuego, inventaron juegos y hablaron de épocas en las que la luz entraba por entre las persianas, dibujando rayitas en la pared del cuarto. Pero como es propio de los planetas errantes y perdidos en algún punto recóndito del universo, lo bueno dura poco.
La temperatura siguió descendiendo y a un ritmo mayor. Las piedras ya no emitían calor, el agua dolía al tacto y el panorama era más bien gris oscuro. Sin embargo, el peor de sus problemas era que se estaba cumpliendo otro de los vaticinios del científico: el aire ya estaba tan húmedo que les costaba horrores encender un fuego. Decidieron entonces prender varias fogatas simultáneas, diseminadas por todo el lugar, con el fin de alimentar las que se fuesen apagando. Sin embargo no mucho tiempo después, se apagaron todas a la vez y ya no hubo forma de volver a encenderlas.
Con el mismo ritmo con el que veían cómo se iban apagando una a una las últimas ascuas, la desesperación iba avanzando y consumiendo sus esperanzas irrefrenablemente. No se sabe cuántos días de completa oscuridad estuvieron allí los catorce apelmazados, intentando no morirse. Eran ellos solitos y después la nada, y la nada intentaba comérselos incansablemente como el más feroz de los depredadores.
Hasta que llegaron las luciérnagas.
Entonces allí estaban los catorce, hechos una pelota de gente a punto de extinguirse, viendo como otra bola de luz verde se les acercaba a toda velocidad. Lo primero que pensaron fue que se trataba de la muerte (por todo aquel cuento de la luz y el túnel), pero la muerte los seguía esquivando. No tenían fuerza ni para pararse, así que esperaron entregados a que la luz misteriosa los atropellara.
Y la luz los atropelló  y los llenó de calor, iluminando y convirtiéndolo todo a su paso en un hermoso paisaje entre extraterrestre y surreal, con millones de lucecitas verdes titilantes que nunca llegaban a tocarlos pero que los envolvían por completo. Sonaba además un zumbido grave, profundo y constante que era como un mantra de luz que lo teñía todo de alegría y locura.
Los catorce se levantaron de lo que de otra forma hubiesen sido sus tumbas y recibieron gustosos y sin pensarlo dos veces cuanto regalo les ofrecieron las luciérnagas. No tardaron en sumirse en una insanía sumamente absurda, de la cual no querían curarse. Sentían una felicidad tan violenta y estúpida que les iba robando de a poco la conciencia. Y estuvieron por varios días saltando por el aire, bailando y girando, como bajo el influjo de una bomba de alucinógenos baratos.
A menudo se trenzaban en humeantes orgías en donde participaban hombres, mujeres y luciérnagas por igual, conformando un burbujeante torbellino de luces y carnes y fluidos corporales que podía durar varias horas. Ya terminado el acto, los insectos comenzaban apagarse de a poco, hasta que todo era negro y frío de nuevo. Entonces se amuchaban nuevamente, uno al lado del otro, para apaciguar el frío y esperaban pacientes a que la muerte se los llevara. Por suerte, después de unas horas, las luciérnagas volvían a aparecer y el carnaval daba comienzo nuevamente. De uno de estos encuentros, una de las mujeres del grupo quedó embarazada. Nadie sabía bien por qué le había tocado justo a ella, ni tampoco cuál de todos era el padre. Así que todos fueron padres y todas fueron madres de igual manera.
Los meses fueron pasando (con la cuota diaria de desenfreno, a cargo de los insectos bioluminiscentes ) y la panza fue creciendo sin mediar problemas, hasta donde se podía saber. Pero entonces las luciérnagas dejaron de aparecer.
Los catorce, ya cansados de tanto sube y baja, dejaron de pelear. Ya no había nada más por hacer. En esas condiciones ni la madre, ni Simón (como habían acordado en llamar al bebé, convencidos de que iba a ser varón) iban a aguantar demasiado. Sin embargo, las contracciones empezaron a aparecer con más frecuencia hasta que finalmente la madre rompió bolsa.
Ella gritaba, quebrando el silencio de las penumbras, mientras los demás se le encimaban para darle calor, le tomaban las manos y le susurraban palabras de aliento. Luchó valientemente por horas, a grito pelado, hasta que de repente se calló.
Todos se quedaron en tenso silencio, ansiando escuchar ese llanto que suele llegar para confirmar que todo está en orden. Pero el llanto no sonaba.
De repente una luz empezó a brillar tímidamente entre las piernas de la madre y unos segundos después, estalló finalmente aquel sollozo acompañado por una explosión de luz verde que entibió al instante a los catorce, que impávidos miraban como la luz era producida por una pequeña protuberancia con forma de diamante en el centro del pecho de Simón.

El científico lloró de emoción, pues fue el primero en comprender que, además de estar viviendo el nacimiento de su hijo, estaba al mismo tiempo asistiendo a la evolución de su propia especie y a la salvación de su propio planeta.