martes, 27 de enero de 2015

El Oro de Chuenga



José y Victoria, en silencio y tomados de las manos aguardaban sentados en una sala de espera. Estaban los dos muertos de nervios, pero aparentaban calma tratando de amenizar lo que no se podía amenizar.
“Señor Y Señora Pastor!”, retumbo el llamado en toda la habitación.
Ella le soltó la mano y se paró como por la acción de un resorte. Él ni se inmutó. 
Es que todo el mundo lo conocía como Chuenga desde hace años y ya casi se había olvidado de su apellido.
“Nosotros, viejo…”, le dijo Victoria. José se incorporó y entraron juntos al consultorio del Doctor Gorostiaga. El Doctor Gorostiaga, especialista en fertilidad, no tenía buenas noticias para darles. Más bien todo lo contrario.

José Eduardo Pastor, más conocido como Chuenga, ya estaba instalado como un emblemático y extravagante personaje porteño desde el año 30. Se dedicaba a vender, en las canchas de futbol principalmente, una extraña golosina a la que él mismo bautizó como “Chuenga”. El nombre provenía de la deformación del término “Chewing gum”, que es la forma Yankee de referirse a los chicles. Pero en realidad eran caramelos masticables blancos de forma irregular con betas de colores. Ya nadie recuerda su sabor, pero lo que sí se recuerda con empalagosa nostalgia, es la felicidad que producía masticarlos mientras se disfrutaba del encuentro.
Todos los días bien temprano los fabricaba en la cocina de su casa junto con su esposa (Victoria Strozzo). Una vez que ya estaban secos y fríos, los envolvía en abundante papel de colores, los metía en un saco enorme, se vestía con ropa también extravagantemente colorida y salía a la calle, mientras Victoria lo despedía desde el zaguán.
Ni bien ponía un pie en el estadio de turno, empezaba con su cantito característico, “CHUENGAAAAAA!, QUIÉN QUIERE CHUENGAAAA!”. Automáticamente sus gritos eran correspondidos por otros “CHUENGAAA!” de sus clientes mientras hacían flamear un billete en sus manos.
Esos tiempos, los tiempos de Chuenga, fueron los tiempos dorados del fútbol argentino. Reinaba la paz y casi no había conflictos. La familia entera se reunía a disfrutar del espectáculo sin mayores preocupaciones, y la pasión que el deporte generaba difícilmente decantaba en violencia.
Entre todas las cosas que nunca estuvieron claras, el precio de la golosina era uno de los más extraños. Uno le podía hacer llegar a Chuenga dos pesos, o cinco, o diez, no importaba. Él metía la mano en el saco, sacaba un puñado de caramelos al vuelo, decía: “agarrá fuerte, pibe” y seguía camino.
Pero los plateistas que veían a Chuenga con bastante asiduidad, no sabían nada de su vida personal y, como suele pasar con estos misteriosos personajes, empezaron a correr distintas versiones y rumores que aumentaban y alimentaban el mito que empezaba a rodear su curiosa imagen.
Había quienes decían que se había dejando ver, saco en mano y suéter multicolor, a la misma hora en  cancha de San Lorenzo y en la de River en más de una ocasión. Lo que realmente sucedía era que Chuenga, con el correr de los años se había perfeccionado y estaba muy bien organizado. Hacía una sola pasada por cada estadio y se iba en su humilde automóvil al siguiente punto de su ruta a toda velocidad siguiendo un mapa que él mismo, en épocas sin GPS, había confeccionado minuciosamente.
Otros comentaban que a los caramelos les agregaba algún tipo de droga o sustancia que los hacía adictivos. No había nada de eso.
Hay quien aseguraba que Chuenga era multimillonario. Que tras años de vender caramelos en cuanto evento público tuviese lugar, había acuñado una gruesa fortuna. También agregaban que Arcor lo buscaba incansablemente, casi acosándolo, con el fin de comprarle la formula de sus caramelos para producirlos en masa. Esto sí era real, aunque parcialmente. Tras 30 años de trabajar con envidiable constancia y gracias a una férrea capacidad de ahorro y una crónica economía familiar de combate, Chuenga había ahorrado una suma de dinero más que considerable.
Alguien, en algún momento, le había aconsejado que compre oro. “No se desvaloriza!”, le aseguraron. Llegado el momento, eso es lo que hizo. Compró todo el oro que pudo y lo metió en un cofre de madera. “Como los piratas, vieja!”, le decía en broma a Verónica.
Se tomó, sin embargo, la broma de los piratas un poco en serio y, como no confiaba en los bancos, enterró el cofre en los lagos de Palermo. Todos los meses iba religiosamente al punto señalado y agregaba un poco de oro al botín.
Pero lo que de verdad nadie tenía en cuenta, es que lo que más querían en el muindo José y Victoria, era tener un hijo. Pero había un tipo llamado Gorostiaga que el siete de septiembre del año sesenta, por quinta vez en el año, y después de haber pasado por miles de insoportables estudios, les decía que eso no iba a ser posible. Para peor, el problema estaba en el mismo Chuenga. “Poca movilidad”, o algo así. No importaba, la cosa es que no se iba a poder.
Cuando ese día llegaron a casa, toda la frustración que venían acumulando, explotó en mil pedazos. Discutieron, y discutieron fuerte.
Al día siguiente, Victoria ya no estaba. Él la buscó incansablemente por meses, pero ella nunca apareció.
Y entonces José perdió el rumbo. Pasó los siguientes meses de bar en bar. Pedía Ginebra hasta que no le querían vender más, y entonces ya casi por costumbre, se quejaba y hacía escándalo hasta que lo echaban. Pero sus pies siempre lo terminaban llevando a otro bar y todo volvía a empezar.
A veces despertaba en lugares desconocidos. Un poco por vergüenza y un poco por miedo, no decía nada y se escapaba en puntas de pie.
Sólo de vez en cuando volvía a las canchas. Todo se hacía más difícil sin Victoria y cada vez tenía menos ganas. Los plateistas lo extrañaban y preguntaban por él. Nadie sabía qué había sido del buen Chuenga.
Todo siguió más o menos de la misma manera, hasta que en Febrero del 63, sonó el teléfono de su casa. Del otro lado, se anunció una mujer y dijo llamarse Lucía. Comentó que se habían conocido en un Bar donde ella trabajaba. Entre Ginebra y Ginebra, se habían puesto a hablar y habían terminado pasando la noche juntos. Él pretendió recordarla, pero solo por cortesía, no solía acordarse nada de esas noches de desenfreno y soledad. La mujer tardó un rato en contarle cual era el real motivo de su llamado. Pero finalmente se animó.
Lucía tenía una hija de dos años, Rocío. Cuando se enteró de que había quedado embarazada, hizo las cuentas, y todo apuntó a esa noche, con ese tipo que conoció en el bar. Ese tipo era Chuenga.
Le dijo que no quería molestarlo, que pensaba hacerse cargo sola de todo, pero que el dinero no alcanzaba y que la nena pedía por Papá.
Cuando escuchó esa palabra, las piernas le temblaron, las tripas le sonaron y los ojos le chorrearon. Todo a la vez.
José colgó el teléfono con el pecho a punto de impolsionar en un Hiroshima de sangre. Sentía que tenía, después de tanto tiempo de la más espantosa nada, algo por lo que vivir.
Quedaron en que iría a conocer a su Rocío esa misma tarde a la casa de su madre, en Temperley. Se subió a su Renault 12, puso primera y arrancó.
Durante el viaje fantaseaba con darle, como regalo de los 18, un papelito con un mapa en donde indicara cómo hacer para llegar al cofre que, tras años de sacrificio y caramelos de colores, rebosaba de oro. Al fin y al cabo, para eso lo había guardado. De un momento para otro ese cofre había encontrado un sentido, un propósito.
Estaba tan entusiasmado, tan ensimismado que no se dio cuenta de que el semáforo de Santa Fe y Callao estaba en rojo, ni de que se acercaba por su diestra, la mano que usaba para repartir Chuengas, el colectivo que terminaría con su vida. Segundos después, todos los estadios de Buenos Aires se estremecieron a la vez.

En este momento del relato, se llega a un punto de inflexión. Las pocas personas que lo estén leyendo, podrán decidir si continuar haciéndolo, o conformarse con los hechos concretos que se acaban de describir. Estén avisados: lo que sigue, pertenece al mundo de lo sobrenatural.

Es de común conocimiento (o debería serlo) que cuando uno muere dejando inconcluso aquello que se deseaba profundamente, permanece en este plano. Se le niega, por lo tanto, el merecido descanso eterno hasta que aquello que tan fuertemente anhelábamos conseguir cuando vivos, finalmente suceda.
Y un muerto que se queda en este plano, está condenado a pasearse una, y otra , y otra vez por los lugares que frecuentaba en vida. 
La gente que transita por esos sitios, si bien desconoce que allí  hay algo de otro mundo, suele ser influenciada por esa presencia. Se dice que no actúan de manera natural mientras se encuentran ante ella. Cambian. Y generalmente no cambian para mejor.
A medida que pasan los años, el vínculo que tiene el espíritu (para llamarlo de alguna manera) y el lugar en que habita, se profundiza y se hace más fuerte. Por consiguiente, la influencia que ejerce en la gente que lo transita, se hace cada vez más intensa.

Por eso es que en las canchas, aunque se tomen medidas, siguen apilándose los muertos. Por eso es que en las canchas, aunque se encarcele gente, siguen lloviendo los encendedores sobre la cabeza de los referís. Por eso es que en las canchas, aunque se clausuren plateas, siguen entrando las bombas de estruendo a pesar de los múltiples cacheos.
Por eso es que en las canchas la sangre seguirá corriendo hasta que, en las manos de Rocío, brille dorado el oro de Chuenga.

miércoles, 21 de enero de 2015

La Estación



Esteban podía hablar con los animales. Es algo con lo que convivió desde siempre, ni siquiera lo consideraba una cuestión mágica ni nada por el estilo. Era sumamente simple, cuando le hacía un comentario a un ejemplar de otra especie, sabía exacta e inequívocamente cual sería la respuesta que éste le daría. Resulta que, lamentablemente, no hay otro ser que cuente con un aparato fonatorio tan complejo como el nuestro, por lo que Esteban estaba más que dispuesto a darles una mano: modulaba y verbalizaba la respuesta por ellos, cambiando ligeramente el tono de voz dependiendo de las cualidades físicas del animal en cuestión.
El desprevenido o el incrédulo, que eventualmente era testigo de estos diálogos, solía tomarlo a gracia. Hay otros para los que representaba un claro síntoma de alguna patología psicológica. Tanto unos como los otros, a Esteban, lo traían sin cuidado. Pero si podía, los esquivaba, o ellos lo esquivaban a él, o ambas cosas en perfecta simetría.
La primera vez que recuerdan haberlo visto charlar con un animal, fue con una tortuga. Él tendría seis o siete años y estaba sentado en el lavadero de su casa, con una planta de lechuga en mano y, mientras la deshojaba y la acercaba a la boca del parsimonioso animal, le contaba cosas de la escuela.
—Hoy Marcos no me quiso prestar la pelota— le decía al quelonio con tristeza.
— ¿Se la pediste bien?— respondía él mismo con voz profunda y cavernosa (de niño de siete años), como si de un ser sabio y ancestral se tratase.
—... Creo que sí— contestaba después de meditarlo unos segundos.
—Mañana pedísela con cariño —recomendaba la voz de tortuga—. Seguro te la presta.
Mabel, la mamá de Esteban, miraba todo esto desde la puerta. Al principio le parecía divertido, pero después de un rato, poseída por el fantasma del "qué dirán", se empezaba a preocupar. "No es normal", se lamentaba errándole a la diana por varios metros. ¡Y claro que no lo era!
Su maestra opinaba lo mismo. En la reunión que habían tenido unos días atrás, le dijo que Esteban no se integraba, que le costaba socializar con sus compañeros y con el personal docente. Después le preguntó si había problemas en casa. Mabel se ofendió sin demostrarlo y contesto que "¡para nada!".
Emilio, su esposo y papá de Esteban, no estaba mucho en casa, y cuando estaba se la pasaba en su sillón, con la cerveza en la derecha y el control en la izquierda y no le prestaba mucha atención a nadie.
Un día antes de cumplir los ocho se acercó al sillón decidido y con el discurso bien estudiado.
—Pa, ya sé qué quiero para mi cumple. —
— ¿Qué querés?— preguntó el padre sin despegar los ojos del Noblex.
—Quiero un perro— dijo aparentando firmeza, como quien pide un aumento de sueldo.
— ¿Le preguntaste a tu Mamá?— preguntó Emilio. Esteban ya sabía que esa pregunta iba a llegar.
—Me dijo que te pregunte a vos— respondió bien bajito, le costaba mentir.
—OK— concluyó secamente su papá, cerrando el trato.
Mabel no estaba de acuerdo para nada. Sospechaba que iba a ser ella la que finalmente terminaría haciéndose cargo del animal. Pero en casa mandaba Emilio y, como ya le había dado el visto bueno a Esteban, no tuvo más remedio que cumplir.
Al otro día fueron al refugio de mascotas local. Los hicieron pasar a una habitación larga, con jaulas que se entendían en los dos costados, dejando un pasillo en medio. Los ladridos retumbaban como miles de explosiones que se iban replicando sin descanso. No existía mejor música, opinaba Esteban.
Era tanto el ruido que nadie parecía percatarse de las sucesivas presentaciones entre cada uno de los perros y Esteban.
—Buenas, yo soy Esteban— le decía a un mestizo de pelo atigrado.
— ¡Tantísimo gusto!, yo soy Toto— respondía el can con voz ligeramente ronca.
—Hola, me presento, mi nombre es Esteban— le comentaba a un perro enorme de color blanco.
—¿Cómo dice que le va, don Esteban?— contestaba el perrote con registro grave, como de locutor de AM.
—Esteban, ¡mucho gusto!— se presentó frente a la jaula de lo que parecía una cruza entre manto negro y ovejero.
—Felipe— contestó este con voz galante— ¡el gusto es todo mío!
Y así fue, jaula por jaula, hasta que llegó a la última de ellas, en donde había un símil dálmata, blanco con manchas por todos lados. Estaba muy tranquilo (a diferencia del resto), recostado en el fondo de su canil.
—Hola, ¿qué tal?, me llamo Esteban— se presentó por última vez.
— ¿Me hablás a mí?— respondió con voz calma.
—Sí, a vos— afirmó— ¿cómo te llamás?
—Mateo— dijo mientras se incorporaba y se acercaba a donde estaba Esteban—  ¿a cuál te vas a llevar?.
—Emmm, no sé— le sorprendió la pregunta— los quería conocer a todos antes de tomar una decisión.
—Mirá— dijo entonces, y empezó a exponer— Toto sabe dar mortales para atrás, Victor aúlla muy afinado cuando le ponés Los Redondos, Nala ronca muy gracioso, Raúl se despierta con sus propios pedos— fue detallando Mateo mientras señalaba a cada uno de sus compañeros con el hocico.
— ¿Y vos? — le preguntó Esteban.
— ¿Yo? No mucho, la verdad— confesó despreocupado— No me divierte mucho eso de ir a buscar el palito; el cartero, me trae sin cuidado. Tampoco entiendo eso de enterrar el hueso, ¿para qué? Qué se yo… No soy un perro muy normal, además…
— ¿Te querés venir conmigo? — lo interrumpió en seco Esteban.
— ¿De verdad?— preguntó Mateo intentando disimular el entusiasmo. Lo fingía bastante bien, con excepción de la cola, cuya puntita se movía frenéticamente.
“¡Papá, me gusta  éste!” es lo que se escuchó en el refugio entre miles ladridos, y así fue que se conocieron Esteban y Mateo.
Pasaron años preciosos que parecían no tener ni principio ni final. Mateo lo esperaba a que llegue de la escuela y, mientras tomaban la leche,  hablaban de cualquier cosa. Los viernes a la noche iban  a la heladería, se compraban un vasito mediano para cada uno (El de Mateo, todo de pistachio) y se quedaban hasta cualquier hora charlando. También les gustaba mirar a Boca Juntos. Cuando ganaron la Libertadores, fueron al Obelisco vestidos, uno de azul, el otro de amarillo.
Era cierto que lo único que los dos necesitaban, era al otro. Si a Esteban lo molestaban sus compañeros de escuela, en lugar de volver caminando al terminar el día, volvía corriendo para recibir el bálsamo que para él significaba Mateo. Eran amigos, eran familia, eran una sola cosa, eran la simbiosis más milagrosa de todas.
Pero Mabel y Emilio estaban cada vez más preocupados.
—Esteban no tiene amigos, viejo— se lamentaba Mabel— Está todo el día con el perro mugroso ése y no hace migas con ningún ser humano, ni uno solo— se quejaba también.
—Y para peor, sus compañeros de colegio lo gastan. Es una vergüenza— respondía Emilio con pesar.
Y fue entonces que tomaron  la peor decisión de sus vidas: decidieron regalar al perro.
Emilio tenía un primo que vivía en Carapachay. Tenía una casa enorme y había aceptado, tras mucha insistencia, hacerse cargo de Mateo.
Un día, cuando Esteban estaba en la escuela, Emilio subió a Mateo al auto y se hicieron a la ruta. Mateo se dio cuenta inmediatamente de lo que estaba sucediendo, por lo que se pasó todo el viaje ladrando y aullando sus pulmones con desesperación. Emilio intentaba callarlo con más gritos, pero no le daba mucho resultado,  era como coger por la virginidad.
Cuando Esteban llegó a su casa de la escuela, abrió la puerta de su casa y no vio a Mateo esperándolo, sospechó que algo no estaba bien, sospecha que se terminó de confirmar cuando vio a su madre llorando en la puerta de la cocina.
— ¿Qué  pasó, mamá? — le preguntó preocupado.
— Estu— empezó a decir entre sollozos— es lo mejor para vos, ¡tenés que entender!
Al igual que su amigo Mateo, Esteban también entendió todo al instante. Revoleó la mochila para cualquier lado y, con el guardapolvo todavía puesto, se subió a la bicicleta y se fue.
Lo primero que hizo, fue preguntarle al Dóberman de la esquina si había visto algo. “Tu viejo se lo llevó en el auto, agarraron por ahí”, y apuntó con la trompa hacia la derecha. Siguió por esa dirección y al llegar a la avenida, vio al Pekinés de la almacenera que le gritó con voz nasal: “doblaron en esta, ¡apurate!”, y él se apuró.  Cuando llegó a la ruta, lo estaba esperando Toto, el del refugiode animales, que se había escapado hace unos meses. “Para allá, Esteban, para allá. ¡Seguime! “, y lo siguió a él y a su olfato, que oficiaba de radar. Bordearon la ruta por un rato largo hasta que la nariz de Toto los hizo doblar por un camino de tierra. Un par de curvas y contra curvas después , Toto se paró en seco. “Es acá”, dijo tratando de recuperar el aliento. Esteban corrió el portón y entro al terreno intentando no hacer ruido.
— Esteban, ¿qué hacés acá? — lo sorprendió Emilio mientras luchaba con Mateo que forcejeaba desesperadamente por zafar del collar de ahorque.
— Papá, soltá a mi perro— le pidió con calma.
—Esteban, metéte en el auto ahora mismo— respondió con tranquilidad filosa.
— Papá, soltá a mi perro— repitió Esteban, ahora con más intensidad.
— Esteban, al auto, ¡ahora! — retrucó Emilio subiendo también el tono y dándole un tirón al collar de Mateo, que gruñaba descontrolado.
— Papá, ¡soltá a mi perro! — dijo con furia y con un dejo de amenaza que era insólito en él.
— Esteban… —su odio se sentía en el aire.
— ¡SOLTAME! — retumbó de repente una voz inhumana y plagada de rabia que no provenía ni de la boca de Emilio, ni de la de Esteban.
De repente, silencio. Uno de esos silencios que rompen  tímpanos. Miradas iban y venían. Esteban vio por primera vez al miedo aparecer en los ojos de su padre. Un par de piernas temblaron. Una mano se abrió, soltando una correa. Mateo caminó tranquilo hacia donde estaba Esteban, le chupó la mano al pasar y se fueron los dos.
Cruzaron el portón y ahí estaba Toto moviendo la cola. Caminaron los tres para ningún lado hasta que llegaron a una estación de tren que hace años se encontraba en desuso. Ahí, exhaustos, se tiraron a dormir.
Pasaron los años y todavía están allí, pero con una familia mucho más grande. Cientos de perros de la calle, y alguno que otro que no era feliz con su dueño, se enteraron de que había un lugar, al que llamaba “La Estación”, en donde había un humano viviendo entre perros. Por todo Buenos Aires se comentaba que allí nunca faltaba la comida, ni las rascadas detrás de las orejas.  No tardaron en llegar los interesados.
Mabel intentó “rescatarlo” miles de veces, un muro de perros furiosos la detuvo cada vez.
Los vecinos comentan que Esteban hace años que no habla, pero los perros le obedecen.
Algunos (los más geniales) sostienen que de la parte baja de su espalda le está saliendo, orgullosa, una cola peluda.

viernes, 16 de enero de 2015

Del Triángulo Equilátero



"Perdón, se te cayó ésto", le dice Felipe a la chica del colectivo mostrándole un papelito, justo antes de bajarse.
Él sabe que la vio por primera vez hace veinte minutos. Sabe también que no cruzaron palabra (excepto las cinco con las que empieza ésto que escribo). No sabe ni su nombre, ni su edad, ni sus gustos en la intimidad. Pero está seguro de que se enamoró.
El ritmo de sus latidos le acelera el paso mientras recorre Avenida La Plata con el celular en la mano, esperando desesperadamente que suene y que sea ella la que llama. Pero nada.
Ya en casa, revisa sin éxito el Facebook y el mail que había dejado apuntado en el mismo papelito, justo sobre el dibujo de la carita guiñando un ojo que se animó a garabatear al pie.
"¡Qué pelotudo!", dice en voz alta aunque no haya nadie para escucharlo. "¿¡Cómo le voy a dibujar una carita?!", escupe con arrepentimiento mientras hunde la cara en las manos.
Y se toma por semanas el mismo colectivo esperando encontrarla. Espera impacientemente impaciente a que suene el teléfono todos los santos días, levantando el tubo a cada rato para ver si tiene tono ,y todo tipo de pateticidades por el estilo. Pero ni señales.
Y él no sabe ni su nombre, ni su edad, ni sus gustos de la intimidad. Pero igual la llora e igual la extraña.
El lloriqueo se prolonga por un par de semanas, hasta el preciso momento en el que Felipe se sorprende a sí mismo dibujando una carita que guiña un ojo al pie de un papelito, mientras el colectivo dobla por Avenida La Plata.

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Elsa estaba preocupada. Abel estaba distante últimamente. Cuando llegaba a casa después de trabajar, decía estar cansado y se ponía a ver fútbol ucraniano. Hacía meses que no la tocaba y ella ya no sabía bien qué hacer.
Su amiga Mabel le decía que era común. Qué los tipos se hacen los sencillos, pero que en realidad son complicados.
Le recomendó que se quede tranquila y le aseguró que "ya iba a pasar".
Y ella se decía a sí misma, "Mabel es un mina con calle, Mabel sabe de éstas cosas", en un intento de manotear un poco de tranquilidad. Pero a los dos días está estaba otra vez que no podía más, entonces decidió tomar las riendas y ponerse en acción.
Se fue al Alto Palermo y se compró un conjunto de ropa interior bastante sugerente (por lo menos para sus estándares)
Apenas salió del local, se topó con un cartel enorme que reza: "Armando Manzanero en el Gran Rex. 17 de Julio. Única función". Faltaban casi tres meses, pero prefirió no pensarlo demasiado y compró dos entradas.
Su idea era sorprenderlo a la salida del trabajo, llevarlo a un hotel alojamiento, seducirlo con su lencería nueva y hacer lo que él quisiera por un turno de tres horas. Para terminar de ponerle la oblea encima al helado, tenía pensado, una vez concluido el acto amatorio, sacar de la cartera las entradas de Manzanero, produciendo réplicas del orgasmo, como si de un terremoto se tratase.
Era el plan perfecto. Elsa estaba confiadísima. Iba practicando frases chanchas (por lo menos para sus estándares) cuando, llegando a la esquina del trabajo de Abel, vio a su amiga Mabel a los besos con su esposo, que acababa de salir de la oficina.
A partir de ese momento, Elsa recuerda todo a medias. Fue corriendo enfurecida y desconsolada e interrumpió los besos con cachetazos para los dos. Les gritó, les pegó, les lloró y se desmayó.
Se despertó, más cansada de lo que nunca había estado, en una comisaría. Los otros dos estaban a unos metros de ella, sentados uno al lado del otro, luciendo con vergüenza rasguñones y moretones.
Elsa volvió a lo de su vieja y no volvió a ver a Abel nunca más.
Se hizo el 17 de Julio. Ella rondaba por la casa pensando en que se olvidaba de algo, como quien sospecha que dejó la plancha prendida y se pasa todo el día incómodo por ello, hasta que en la radio sonó Manzanero y se acordó de las entradas.
A ella no le gustaba mucho esa música, prefería algo más moderno. Pero Abel era fanático. Cuando vivían juntos, sus canciones eran lo único que sonaba en esa casa.
Los tickets estaban ahí y era una pena no usarlos. Así fue que, en un acto supremo de masoquismo, se decidió a ir al concierto ella sola.
Tenía fila dos, al medio. A las 9 en punto sonó el primer acorde de piano, como así también el primer sollozo de Elsa. Y no pudo parar más. Los plateistas a su alrededor demostraban incomodidad, naturalmente. El mismo artista estaba al tanto de la catarata de la fila dos y hasta hacía chistes al respecto.
Terminado el espectáculo, la gente enfilaba para la salida y Elsa seguía llorando, cuando un mexicano enorme se le acercó ofreciéndole una servilleta papel, que en su manota no parecía más que un copito de nieve. "Al señor Mazanero le gustaría conocerla", le dijo con un profundo bozarrón. Ella aceptó por no faltar el respeto.
Cuando Armando abrió la puerta de su camarín, la miró un rato a los ojos y después le dió un abrazo que duraría más de veinte años.


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"Has recibido una nueva solicitud de amistad", leyó Juani en la pantalla de su celular. Él no conocía a este Pablo Andrade que lo estaba tratando de contactar, pero igualmente aceptó la solicitud.
A los diez minutos, Pablo se presentó. Dijo que lo conocía de un foro de Animé y que le gustaban las mismas series, según había visto en el perfil de Juani. Pegaron buena onda al instante. Hablaban todos los días y la profundidad y el alcance de los temas que tocaban, aumentaba día a día.
"Estás de novio?", preguntó un día Pablo. "Emmmm, nop", respondió Juani, "y vos?", se animó a repreguntar. "Corté hace dos semanas", blanqueó Pablo. "Uhhh, y estás bien?", le consultó con procupación. "Seee, que se mate!. Igual era un pelotudo...".
Apenas leyó la letra "O" al final de la palabra "pelotud", se despertó la polilla que vivía en su estómago y tímidamente pegó el primer aleteo.
Lo primero que le salió fue mirar el teclado, buscando constatar cuáles eran los posibilidades de que Pablo se hubiese equivocado la "O" por la "A" al tipear. Compruébelo usted mismo, están bastante lejos!.
Un poco más seguro, pensó durante unos minutos cuál sería su respuesta y al final escribió "Je".
"No te estás viendo con nadie?, estás sólo sólo?", insistió Pablo. "Hay un chico que me gusta...", respondió Juani queriendo dejar en claro que estaban en la misma página, e inmediatamente escribió: "Che, me tengo que ir a estudiar. Mañana rindo Sociedad y Estado. Es la última que me queda del CBC. Deseame suerte!", y se desconectó. Era verdad que tenía que estudiar, pero aunque intentó, no pudo. Se la pasó recreando charlas con Pablo en su cabeza, e inventando otras en las que al final, lo invitaba a salir.
No tuvo que esperar demasiado. Cuando volvió al ciberespacio, vio que tenía un mensaje de Pablo que decía: "Che, ya que nos llevamos tan bien y emmmmm "nos gustan las mismas cosas", te coparía que nos veamos?".
Quedaron en la puerta del zoológico, el Viernes a las seis.
El día señalado, Juani se tiñó el jopo de violeta, se vistió de negro y se calzó las tachas, le pidió plata a su mamá y fue al encuentro de Pablo con los auriculares puestos y la polilla revoloteando.
Se tomó la linea D y se bajó en Plaza Italia. Cruzó Santa Fe y llegó al lugar acordado un rato antes de lo previsto.
Pablo le había avisado que iba a ir vestido con una remera de Motorhead, cosa de facilitar el encuentro, entonces Juani miraba para todos lados, buscando remeras negras, hasta que vio una a lo lejos. La persona que la vestía iba de acompañante en una moto y llevaba un balde en las manos. "Ése no es", se dijo. Pero cuando la moto estuvo un poco más cerca, vio que la remera negra también tenía el logo de Motorhead. Agudizó la vista, frunciendo el entrecejo, intentando ver la cara del sujeto y ahí se dio cuenta de todo.
El que venía de acompañante en esa moto con un balde en la mano, la remera de Motorhead y la sonrisa más hija de puta del mundo en su cara, era Jorge Ormaechea.
Jorgito, compañero de la escuela secundaria, era el principal culpable de haber convertido esos aún frescos 5 años vividos en el Sagrado Corazón de Jesús, en el período más amargo y asqueroso de sus incipientes 19 años.
Es que no lo dejó en paz en ningún momento. Fueron quince trimestres ininterrumpidos de humillaciones, golpizas, burlas con su sexualidad (y demás cosas) que se sucedían día tras día e iban tejiendo un capullo del que no había podido salir aún a más de un año de la tan ansiada graduación.
Pensó que no vería nunca más a Jorge. Pero ahí venía a toda velocidad, con un balde en la mano y la misma puta sonrisa de los dieciséis. Juani intentó esquivar el baldaso, pero Jorge fue más rápido, como siempre, y le vació el contenido (pis, aceite, escupida, salsa de tomate y vaya uno a saber qué más) directamente en el jopo, empapándolo de porquería de pies a cabeza.Y ahí se quedó durante unos segundos, quieto, mirando el piso, mientras escuchaba las carcajadas filosas de Ormaechea, espolvoreadas con algún "¡Maraca!" o algún "¡Putazo!" aquí y allá.
Él, nuevamente, no lloró. Nunca le quiso dar esa satisfacción a Jorge. Se volvió caminando a su casa, a su cuarto, donde se encerró las siguientes tres semanas.Hasta que un día, en Facebook un compañero de colegio escribió: "Chicos, Jorgito Ormaechea tuvo un accidente con la moto. Está bastante delicado. Si quieren visitarlo, está internado en el Gutierrez".
Juani se tiñó el jopo de violeta, se vistió de negro, se calzó las tachas, le pidió plata a su vieja y, sin saber bien el porqué, salió para el Gutierrez.
Preguntó en la recepción en qué habitación estaba y fue hacia allí.
Ormaechea estaba inmovilizado de pies a cabeza, pero lo seguía a su paso con la mirada. Junto a su cama, había un chico sentado. Cuando se paró para saludar a Juani, algo le llamo inmediatamente la atención. Del respaldo de la silla colgaba una mochila. En una de las tiras de la mochila, brillaba un pin de Sailor Venus, de la serie Sailor Moon.
"Hola, soy el hermano, Luis Ormaechea, mucho gusto", se presentó y luego extendió la mano para que se la estrecharan.
Juani hizo esto último, pero inmediatamente tiró de esa mano y en un hollywoodezco movimiento lo besó apasionada y humedamente ante los ojos de Jorgito. Y Luis no se resistió, más bien todo lo contrario.


martes, 6 de enero de 2015

Los Hidalgos de los Sueños (el dilema de dormir cruzados)


 
Mientras yo bostezo en Buenos Aires, que acaba de amanecer; ella bosteza en Melbourne, que termina de anochecer. Es que estamos lejos y dormimos cruzados.
Si el bostezo tuviese forma de moneda, yo estaría siendo el número (por decir algo), y ella vendría a ser el prócer que está del otro lado con cara de haber hecho algo increíble.
Mi bostezo matinal, por su parte, es la nostalgia del sueño. Añora con la boca abierta  los hermosos y mulliditos brazos  de Morfeo (Amo y señor de los sueños), a los que tuvo que renunciar, y se replica en períodos cada vez más distanciados hasta que finalmente desaparece y me permite ocuparme del hoy.
El de ella, por otro lado, es  un bostezo-alarma que le recuerda,  repitiéndose con frecuencia creciente, que el hoy ya se acabó. Tiene como cómplice un dedo fantasmal que la invita, con sensuales movimientos, a la cama. O bien podría decirse: al reino de los sueños en los brazos de Morfeo.
Es poco lo que sabemos a ciencia cierta de Morfeo y sus cuestiones. Por lo tanto, con total desfachatez y sabiendo que cada uno puede creer en lo que se le venga en gana, me permito dar mi visión del asunto:
Cada uno de nosotros tiene un planeta propio al que solo se puede acceder cuando se está durmiendo.  Dentro de cada uno de estos “munditos”, está contenido todo los que vimos y experimentamos a lo largo de la vida. Todo está allí, estático, a la espera de que nosotros lleguemos para ponerse en movimiento.
Y a menudo pasan cosas ahí dentro. Cosas que en algún momento vamos a necesitar saber.
Estas cuestiones nos son presentadas apenas nos despertamos, por obra y gracia de Morfeo,  como pantallazos de la actualidad de nuestro propio planeta. Solemos denominarlos “sueños” y siempre hay algo allí dentro que luego nos puede servir.
Pero hay otras situaciones en las que algo maligno y foráneo se escabulle en nuestro planeta. Entra en algún  descuido, por alguna grieta o hendija, y empieza a causar disturbios sin más propósito que el de molestar. Morfeo, resignado, se ve obligado a mostrarnos también estos sucesos una vez que despertamos. Nosotros comúnmente los llamamos pesadillas.
Y estas pesadillas serían mucho más cotidianas si no existiera algo que se encargase  de eliminar y combatir a estos malignos invasores que acechan nuestro planeta en todo momento.
Y este algo, es en realidad un alguien. A esta gente yo la llamo “Hidalgos de los Sueños”.
Todos tenemos (o deberíamos tener) una o más personas que están constantemente pensando en nosotros. Que nos quieren de la manera más sincera y que se preocupan por nuestro bienestar en cualquier cosa que afrontemos. Ésta gente tiene la capacidad de meterse en nuestro mundito de sueños para defenderlos de cualquier amenaza que se le presente.
Pero hete aquí que no les es posible, a los que ofician de Hidalgos, velar por el bienestar del planeta de otro si se encuentran inmersos en el propio. La única forma en que pueden cumplir tal virtuoso designio, es estando en vigilia (despiertos) mientras el mundo de su defendido está siendo atacado.
Por eso es que todas tus noches australianas me calzo la armadura y el casco,  empuño el escudo y la lanza y salgo a patrullar tus sueños. Y voy empalando y ensartado ferozmente, sin pensarlo dos veces, a todo aquello que te quiera arruinar los sueños o te desée mal alguno.
Dormí tranquila, pebeta, acá tenés quien te cuide el rancho.