miércoles, 21 de enero de 2015

La Estación



Esteban podía hablar con los animales. Es algo con lo que convivió desde siempre, ni siquiera lo consideraba una cuestión mágica ni nada por el estilo. Era sumamente simple, cuando le hacía un comentario a un ejemplar de otra especie, sabía exacta e inequívocamente cual sería la respuesta que éste le daría. Resulta que, lamentablemente, no hay otro ser que cuente con un aparato fonatorio tan complejo como el nuestro, por lo que Esteban estaba más que dispuesto a darles una mano: modulaba y verbalizaba la respuesta por ellos, cambiando ligeramente el tono de voz dependiendo de las cualidades físicas del animal en cuestión.
El desprevenido o el incrédulo, que eventualmente era testigo de estos diálogos, solía tomarlo a gracia. Hay otros para los que representaba un claro síntoma de alguna patología psicológica. Tanto unos como los otros, a Esteban, lo traían sin cuidado. Pero si podía, los esquivaba, o ellos lo esquivaban a él, o ambas cosas en perfecta simetría.
La primera vez que recuerdan haberlo visto charlar con un animal, fue con una tortuga. Él tendría seis o siete años y estaba sentado en el lavadero de su casa, con una planta de lechuga en mano y, mientras la deshojaba y la acercaba a la boca del parsimonioso animal, le contaba cosas de la escuela.
—Hoy Marcos no me quiso prestar la pelota— le decía al quelonio con tristeza.
— ¿Se la pediste bien?— respondía él mismo con voz profunda y cavernosa (de niño de siete años), como si de un ser sabio y ancestral se tratase.
—... Creo que sí— contestaba después de meditarlo unos segundos.
—Mañana pedísela con cariño —recomendaba la voz de tortuga—. Seguro te la presta.
Mabel, la mamá de Esteban, miraba todo esto desde la puerta. Al principio le parecía divertido, pero después de un rato, poseída por el fantasma del "qué dirán", se empezaba a preocupar. "No es normal", se lamentaba errándole a la diana por varios metros. ¡Y claro que no lo era!
Su maestra opinaba lo mismo. En la reunión que habían tenido unos días atrás, le dijo que Esteban no se integraba, que le costaba socializar con sus compañeros y con el personal docente. Después le preguntó si había problemas en casa. Mabel se ofendió sin demostrarlo y contesto que "¡para nada!".
Emilio, su esposo y papá de Esteban, no estaba mucho en casa, y cuando estaba se la pasaba en su sillón, con la cerveza en la derecha y el control en la izquierda y no le prestaba mucha atención a nadie.
Un día antes de cumplir los ocho se acercó al sillón decidido y con el discurso bien estudiado.
—Pa, ya sé qué quiero para mi cumple. —
— ¿Qué querés?— preguntó el padre sin despegar los ojos del Noblex.
—Quiero un perro— dijo aparentando firmeza, como quien pide un aumento de sueldo.
— ¿Le preguntaste a tu Mamá?— preguntó Emilio. Esteban ya sabía que esa pregunta iba a llegar.
—Me dijo que te pregunte a vos— respondió bien bajito, le costaba mentir.
—OK— concluyó secamente su papá, cerrando el trato.
Mabel no estaba de acuerdo para nada. Sospechaba que iba a ser ella la que finalmente terminaría haciéndose cargo del animal. Pero en casa mandaba Emilio y, como ya le había dado el visto bueno a Esteban, no tuvo más remedio que cumplir.
Al otro día fueron al refugio de mascotas local. Los hicieron pasar a una habitación larga, con jaulas que se entendían en los dos costados, dejando un pasillo en medio. Los ladridos retumbaban como miles de explosiones que se iban replicando sin descanso. No existía mejor música, opinaba Esteban.
Era tanto el ruido que nadie parecía percatarse de las sucesivas presentaciones entre cada uno de los perros y Esteban.
—Buenas, yo soy Esteban— le decía a un mestizo de pelo atigrado.
— ¡Tantísimo gusto!, yo soy Toto— respondía el can con voz ligeramente ronca.
—Hola, me presento, mi nombre es Esteban— le comentaba a un perro enorme de color blanco.
—¿Cómo dice que le va, don Esteban?— contestaba el perrote con registro grave, como de locutor de AM.
—Esteban, ¡mucho gusto!— se presentó frente a la jaula de lo que parecía una cruza entre manto negro y ovejero.
—Felipe— contestó este con voz galante— ¡el gusto es todo mío!
Y así fue, jaula por jaula, hasta que llegó a la última de ellas, en donde había un símil dálmata, blanco con manchas por todos lados. Estaba muy tranquilo (a diferencia del resto), recostado en el fondo de su canil.
—Hola, ¿qué tal?, me llamo Esteban— se presentó por última vez.
— ¿Me hablás a mí?— respondió con voz calma.
—Sí, a vos— afirmó— ¿cómo te llamás?
—Mateo— dijo mientras se incorporaba y se acercaba a donde estaba Esteban—  ¿a cuál te vas a llevar?.
—Emmm, no sé— le sorprendió la pregunta— los quería conocer a todos antes de tomar una decisión.
—Mirá— dijo entonces, y empezó a exponer— Toto sabe dar mortales para atrás, Victor aúlla muy afinado cuando le ponés Los Redondos, Nala ronca muy gracioso, Raúl se despierta con sus propios pedos— fue detallando Mateo mientras señalaba a cada uno de sus compañeros con el hocico.
— ¿Y vos? — le preguntó Esteban.
— ¿Yo? No mucho, la verdad— confesó despreocupado— No me divierte mucho eso de ir a buscar el palito; el cartero, me trae sin cuidado. Tampoco entiendo eso de enterrar el hueso, ¿para qué? Qué se yo… No soy un perro muy normal, además…
— ¿Te querés venir conmigo? — lo interrumpió en seco Esteban.
— ¿De verdad?— preguntó Mateo intentando disimular el entusiasmo. Lo fingía bastante bien, con excepción de la cola, cuya puntita se movía frenéticamente.
“¡Papá, me gusta  éste!” es lo que se escuchó en el refugio entre miles ladridos, y así fue que se conocieron Esteban y Mateo.
Pasaron años preciosos que parecían no tener ni principio ni final. Mateo lo esperaba a que llegue de la escuela y, mientras tomaban la leche,  hablaban de cualquier cosa. Los viernes a la noche iban  a la heladería, se compraban un vasito mediano para cada uno (El de Mateo, todo de pistachio) y se quedaban hasta cualquier hora charlando. También les gustaba mirar a Boca Juntos. Cuando ganaron la Libertadores, fueron al Obelisco vestidos, uno de azul, el otro de amarillo.
Era cierto que lo único que los dos necesitaban, era al otro. Si a Esteban lo molestaban sus compañeros de escuela, en lugar de volver caminando al terminar el día, volvía corriendo para recibir el bálsamo que para él significaba Mateo. Eran amigos, eran familia, eran una sola cosa, eran la simbiosis más milagrosa de todas.
Pero Mabel y Emilio estaban cada vez más preocupados.
—Esteban no tiene amigos, viejo— se lamentaba Mabel— Está todo el día con el perro mugroso ése y no hace migas con ningún ser humano, ni uno solo— se quejaba también.
—Y para peor, sus compañeros de colegio lo gastan. Es una vergüenza— respondía Emilio con pesar.
Y fue entonces que tomaron  la peor decisión de sus vidas: decidieron regalar al perro.
Emilio tenía un primo que vivía en Carapachay. Tenía una casa enorme y había aceptado, tras mucha insistencia, hacerse cargo de Mateo.
Un día, cuando Esteban estaba en la escuela, Emilio subió a Mateo al auto y se hicieron a la ruta. Mateo se dio cuenta inmediatamente de lo que estaba sucediendo, por lo que se pasó todo el viaje ladrando y aullando sus pulmones con desesperación. Emilio intentaba callarlo con más gritos, pero no le daba mucho resultado,  era como coger por la virginidad.
Cuando Esteban llegó a su casa de la escuela, abrió la puerta de su casa y no vio a Mateo esperándolo, sospechó que algo no estaba bien, sospecha que se terminó de confirmar cuando vio a su madre llorando en la puerta de la cocina.
— ¿Qué  pasó, mamá? — le preguntó preocupado.
— Estu— empezó a decir entre sollozos— es lo mejor para vos, ¡tenés que entender!
Al igual que su amigo Mateo, Esteban también entendió todo al instante. Revoleó la mochila para cualquier lado y, con el guardapolvo todavía puesto, se subió a la bicicleta y se fue.
Lo primero que hizo, fue preguntarle al Dóberman de la esquina si había visto algo. “Tu viejo se lo llevó en el auto, agarraron por ahí”, y apuntó con la trompa hacia la derecha. Siguió por esa dirección y al llegar a la avenida, vio al Pekinés de la almacenera que le gritó con voz nasal: “doblaron en esta, ¡apurate!”, y él se apuró.  Cuando llegó a la ruta, lo estaba esperando Toto, el del refugiode animales, que se había escapado hace unos meses. “Para allá, Esteban, para allá. ¡Seguime! “, y lo siguió a él y a su olfato, que oficiaba de radar. Bordearon la ruta por un rato largo hasta que la nariz de Toto los hizo doblar por un camino de tierra. Un par de curvas y contra curvas después , Toto se paró en seco. “Es acá”, dijo tratando de recuperar el aliento. Esteban corrió el portón y entro al terreno intentando no hacer ruido.
— Esteban, ¿qué hacés acá? — lo sorprendió Emilio mientras luchaba con Mateo que forcejeaba desesperadamente por zafar del collar de ahorque.
— Papá, soltá a mi perro— le pidió con calma.
—Esteban, metéte en el auto ahora mismo— respondió con tranquilidad filosa.
— Papá, soltá a mi perro— repitió Esteban, ahora con más intensidad.
— Esteban, al auto, ¡ahora! — retrucó Emilio subiendo también el tono y dándole un tirón al collar de Mateo, que gruñaba descontrolado.
— Papá, ¡soltá a mi perro! — dijo con furia y con un dejo de amenaza que era insólito en él.
— Esteban… —su odio se sentía en el aire.
— ¡SOLTAME! — retumbó de repente una voz inhumana y plagada de rabia que no provenía ni de la boca de Emilio, ni de la de Esteban.
De repente, silencio. Uno de esos silencios que rompen  tímpanos. Miradas iban y venían. Esteban vio por primera vez al miedo aparecer en los ojos de su padre. Un par de piernas temblaron. Una mano se abrió, soltando una correa. Mateo caminó tranquilo hacia donde estaba Esteban, le chupó la mano al pasar y se fueron los dos.
Cruzaron el portón y ahí estaba Toto moviendo la cola. Caminaron los tres para ningún lado hasta que llegaron a una estación de tren que hace años se encontraba en desuso. Ahí, exhaustos, se tiraron a dormir.
Pasaron los años y todavía están allí, pero con una familia mucho más grande. Cientos de perros de la calle, y alguno que otro que no era feliz con su dueño, se enteraron de que había un lugar, al que llamaba “La Estación”, en donde había un humano viviendo entre perros. Por todo Buenos Aires se comentaba que allí nunca faltaba la comida, ni las rascadas detrás de las orejas.  No tardaron en llegar los interesados.
Mabel intentó “rescatarlo” miles de veces, un muro de perros furiosos la detuvo cada vez.
Los vecinos comentan que Esteban hace años que no habla, pero los perros le obedecen.
Algunos (los más geniales) sostienen que de la parte baja de su espalda le está saliendo, orgullosa, una cola peluda.

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