domingo, 3 de abril de 2016

La Bolsa




“Es un buen momento para morirse”, pensó mientras la vieja del séptimo “A” que regaba las plantas de su balcón se espantaba a todo grito al verlo precipitarse raudamente con dirección al asfalto.

Se suele comentar que en el instante inmediatamente anterior a que llegue la muerte, a uno le toca repasar los hechos de su vida en una especie de ráfaga de flashes. Dicen que, por ejemplo, te ves a vos mismo de bebé mientras tu Papá adolescente te levanta en brazos con el entusiasmo incrédulo del que creó algo (o alguien); seguido de tu primer guardapolvo, dentro del cual recibirías los primeros cachetazos que el mundo te tenía programados;  ahí mismo aparecería tu primera novia dándote ese primer beso del que 20 años después te terminarías arrepintiendo, y muchas otras cosas de ese estilo. Toda esa creencia, enterita, es obviamente un gran chamuyo. Lo que en realidad sucede en el momento previo a que no haya más momentos, es que uno entra en un estado de relajación absoluta que es imposible experimentar en ningun otro tipo de circunstancia. Es entonces que la falta total de preocupaciones del que sabe que dentro de 10 segundos va a dejar de existir, te regala (a forma de despedida) una paz tan profunda que te lleva a entender las cosas con una claridad que puede resultar a la vez bastante espeluznante, como también satisfactoriamente reveladora.

Es así que, cabeza abajo y acelerando hacia el final, empezó a divagar entre pensamientos.
Un par de días antes nomás, la selección de Sabella había perdido una final del mundo y él se levantaba con la jugada de Palacio reproduciéndose en loop en el reverso de los párpados. ¡Puaj!, la cantidad de cafés con leche que le había arruinado el pelado de trencita ese, era difícil de cuantificar. A la vez se había dado cuenta de que aquello que se había pasado varios años estudiando y otros pocos ejerciendo no le daba ningún tipo de satisfacción. Para peor, se había separado de su quinta novia y ni siquiera sabía bien por qué. “No funcionó”, contestaba si la gente le preguntaba. Entonces pensó en las cuatro anteriores. Con ellas tampoco había funcionado. “Al fin y al cabo todo es descartable, hasta uno mismo”, pensó.


Cuando pasó por el sexto vio tras su ventana a don Cosme, que al escuchar el grito de terror de la vieja del séptimo, se sobresaltó espasmódicamente asustando a su caniche toy que pegó un salto y salió corriendo a esconderse por ahí.

Sin ninguna razón se acordó de su tío; el mismo que alguna vez en alguna playa allá en sus tiernos ocho años le había dicho “escuchame Jonás, hay que ganarse el pan laburando. No hay caminos fáciles, ¿entendés?”, y ahora resulta que se fue a ganar doce millones en el Quini.
“Todo es cualquier cosa”, se dijo a sí mismo mientras seguía cayendo.

En el quinto piso había una pareja que garchaba como enajenada sin reparar en ruidos. Tuvo muchas ganas de gritarles “!APROVECHEN!, ¡APROVECHEN QUE DESPUÉS SE TERMINA!”, pero se contuvo. No le gustaba la idea de ser recordado como “el cortapolvos del octavo A”.

Su médico de cabecera, el doctor Gorostiaga, le había dicho la semana pasada que se tenía que empezar a cuidar con lo que le metía en su organismo. Hizo especial hincapié en que deje “cuanto antes” la cerveza. Justo con eso se había metido. Le estaban demoliendo la casa de fin de semana. Le estaban descontinuando el remedio a la más jodida de sus enfermedades. Le estaban acallando la más florida de las aficiones. Le estaban pateando  la más testicular de sus pasiones.

En el cuarto estaba Benicio (soltero cuarentón) que, por más que hacía el intento de aislarse acústicamente de lo que hacía la pareja del quinto valiéndose simplemente de una almohada envuelta en su cabeza, lo escuchaba todo con demasiada claridad mientras algo le crecía irrefrenablemente en el pantalón.

Su analista le había dicho en la última sesión “Jonás, sos demasiado reflexivo con temas que quizás no te convienen”. Tenía razón. Tenía mucha razón el muy hijo de una gran puta. Él, a merced de la gravedad, se rió al recordarlo. Se rió como se ríen los que saben precisamente de qué van las cosas pero fallan estrepitosamente cuando intenten detener su curso. Vio que el suelo ya estaba mucho pero mucho más cerca y no estaba seguro de cómo se sentía al respecto.

En el tercero vivía Dolores, la chica más insoportablemente hermosa que había visto en toda su puta vida. Él, luchando con su asumidísima discapacidad para socializar, había intentado en varias oportunidades generar un acercamiento. En una época coordinó su horario de salida para cruzársela de vez en cuando en el ascensor y así sacarle algo de charla. Nunca escuchó salir de su boca ni una palabra que no se encuentre entre las siguientes: “Hola”, “Sí”, “Bien”. Y nunca las decía en sucesión. No lo registraba en absoluto.
Dio la casualidad (si es que se puede asumir que estas existen) de que justo en ese momento se estaba desvistiendo frente a la ventana de su habitación. Jonás siempre había fantaseado con su cuerpo desnudo y finalmente iba a poder verlo. Abrió bien grandes los ojos para no perder detalles.
“Tiene las tetas en forma de cono”, se dijo desencantado. “Nadie es perfecto, ni siquiera Dolores”.

Estaba por llegar al segundo y le empezó a subir la bronca. En el segundo vivía el sorete de Roberto.
Roberto era el dueño del departamento en el que vivía Jonás, el octavo A. Se conocieron porque su tía Haydeé (que era como una madre para él) andaba noviando con este tipo. Un poco para quedar bien el uno con el otro y dejar contenta a Haydeé, arreglaron un contrato el alquiler sin garantías, ni mes de depósito, ni nada por el estilo. La verdad es que Jonás odiaba ese departamento, era espantoso y se caía a pedazos,  pero no podía evitar sentirse un poco en deuda con el novio de la tía.
Fue apenas unas semanas después de mudarse que pudo constatar que el tipo este era un forro que se volteaba a medio barrio y que boludeaba a su tía constantemente, cosa de la que presumía con otros amiguetes del edificio.  Su tía lo amaba con tanta ilusión que a Jonás le costaba mucho contarle algo que pudiera destrozarle el corazón como todo aquello.

Pasó por el segundo queriendo verlo a la cara por última vez, pero el tipo no estaba, había salido.

“Pobre tía Haydeé”, pensó. Y entonces, como un relámpago, lo atacó la imagen de su tía recibiendo la noticia de su muerte. La imaginó asustada cuando el policía le tocaba el timbre de su casa y casi la pudo ver achicharrarse de dolor al escuchar lo que éste tenía para decirle. “Para peor ¡VA A PENSAR QUE ME SUICIDÉ!”, se dijo entonces y se empezó a desesperar.
Era muy lógico que ella pensara en un suicidio. ¿Quién iba a pensar que él  en realidad estaba estaba tranquilo tomando una siesta y que una bolsa de plástico, por acción del viento, se había quedado atorada en la reja su balcón y hacía un ruido que no lo dejaba dormir?. ¿Quién iba pensar que se le iba a ocurrir ir medio dormido y medio enojado a tratar de destrabar esta bolsa?.  ¿Quién iba a pensar que se le iba a cruzar por la cabeza pasar una pierna para el otro lado de la baranda para así llegar más cómodo a la bolsa?.  Absolutamente nadie iba a pensar eso. Todos sus seres querido, y también los otros, iban a asumir que era un pobre chico que tenía problemas y que tomó la peor decisión de todas. A Jonás le daba mucho asco pensar en esto.

Estaba llegando al balcón del primero A y gritó “!AYUDAAAAA!”, de desesperado nomás, porque bien sabía que era muy tarde para que acudan a su rescate.

Marta, la del primero, se llevó la mano a la boca en señal de consternación e incredulidad.

El piso se acercaba más veloz que nunca y él, quizás un poco demasiado tarde, había llegado a la conclusión de que no se quería morir. De ninguna manera se quería morir. Por lo menos no así.

Estaba tratando de determinar con qué parte del cuerpo era conveniente impactar cuando vio al forro de Roberto que se acercaba sin darse cuenta de nada. Se sintió muy pelotudo, pero aleteó. Aleteó y aleteó intentando modificar la trayectoria de su caída para hacerla coincidir con la ubicación del puto de Roberto.


Nunca supo si fue la física o la suerte la que estuvo de su lado, pero lo cierto es que Roberto quedó exánime, todo reventado contra el pavimento y a él solo se le quebraron las dos piernas y un par de costillas.

domingo, 14 de febrero de 2016

Cabo San Juan



No era algo común que estos tres la pongan, ¿para qué mentir?
A ver… quizás haga falta aclarar: No hay nada malo en ellos. Quiero decir, seguramente hay bastantes cosas malas en cada uno en particular y otras tantas que sólo salen a relucir cuando están los tres juntos, pero ninguna de esas cosas son lo suficientemente incriminatorias como para que en el veredicto final del jurado femenino se los pudiera sentenciar como “incogibles” y para luego condenarlos a carcel perpetua en el temible penal de la Castidad Eterna, pabellón Japa. No es para tanto, les juro que no.

Lo que les quiero contar es un cuento, que a la vez también es un juego (O al menos intentará serlo). Los hechos que se expondrán a continuación son de alguna manera verdaderos, pero se presentarán alterados en su inmensa mayoría. Me refiero a que algunos son totalmente falsos y otros son mentiras parciales o verdades a medias, como usted prefiera. Sin embargo habrá una (y sólo una) situación que contaré tal cual sucedió, con el propósito de que usted pueda llegar a señalarla una vez haya terminado de leer.

“Che, ¿vamo a Colombia?”. La idea había sido de Andrés (el más viajado del grupo) que una noche,  empecinado con hacerse de algún acompañante, reunió en un bar a Matías e Ignacio y les disparó la propuesta. Había preparado su discurso meticulosamente con la intención de que no hubiera chance de que este pasase desapercibido. No hubo necesidad de esperar demasiado para poder confirmar que había surtido el efecto deseado.
Llegaron a Bogotá el 14 de Febrero, día de los enamorados (Fue casualidad, aunque amor no faltaba), y se hospedaron en un Hostel ubicado en un barrio precioso llamado “La Candelaria”. Bebieron cerveza local, comieron platillos autóctonos, fueron a un par de museos y charlaron con algunas gentes. Pero en realidad estaban ahí de paso, la idea era irse cuanto antes para la costa, y eso mismo fue lo que hicieron 2 días después.
Los recibió Cartagena de Indias, tan calurosa y bella como sólo ella sabe ser. El taxi los llevó directamente a la impresionante ciudad amurallada, donde hicieron base, y de allí se fueron moviendo de pueblo en pueblo, de playa en playa, de Hostel en Hostel, cosechando borracheras y cachengues memorables y conociendo gente en el camino.
Una vez en Santa Marta, se cruzaron con un grupo de extranjeros (alemanes, holandeses, estadounidenses, argentinos) con los que hicieron buenas migas a tal punto de que continuaron el viaje en comunión.
En cuestión de minutos, como no podía ser de otra manera, se empezaron a armar parejas potenciales. Así pasa en estos casos y celebro que así sea porque casi ninguna historia sabe del todo bien si no se sazona con un cachito de romance.
“Che, ¡está linda Hanna!” dijo Andrés  refiriéndose a una rubia teutona (por favor lea la U en el medio de la palabra que para algo está, no quise referirme a su busto) que se resistía a que le hablen en inglés porque insitía en p­­racticar su castellano. “A mí me va más Melody”, retrucó Matías refiriéndose a una morocha argenta con unos ojos verdes que chorreaban simpatía. “¿Qué clase de nombre es Melody?”, chicaneó Ignacio que suele bardear de una forma tan graciosa que es difícil enojársele, y finalmente agregó “La que va es Sarah”.
Pum, ahí nomás se cerró el pacto. No hicieron falta juramentos, ni promesas, ni nada. Los tres sabían, a partir de ese momento, hacia dónde apuntar sus cañones (No es mi intención usar la palabra cañón como sinónimo de pene… No sé ni por qué aclaro tanto, pero bueno). Sus cañones no eran gran cosa, a decir verdad (leer nuevamente el paréntesis anterior), pero mal que mal cada uno por su lado iba haciendo sus intentos. Había días en los que parecía que se le iba a dar a Ignacio; había otros en los que Andrés picaba en punta; en otras ocasiones, Matías amagaba con concretar. Lo cierto es que ni chicha ni limonada (sepa usted dispensar la utilización de este ya de por sí confuso refrán).
Estaban una noche en la terraza de un Hostel de Santa Marta. Matías hacía que cantaba, Ignacio pretendía tocar la guitarra y Andrés, quizás el más fachero de los tres, tocaba el cajón peruano. En realidad no estaban haciendo otra cosa que pavonearse ante sus pretendientes, o quizás estaban haciendo todo lo contrario, ¿quién sabe? La cuestión es que entre mitad de canción y mitad de canción (Ignacio no se sabía ni 1 tema completo, sólo se sabía mitades) entre todos decidieron ir a pasar unos días a un lugar del que habían escuchado hablar durante toda su estadía en tierras colombianas, Parque Tayrona.
Parque Tayrona es una reserva natural de enormes dimensiones en la que uno puede encontrar playas de lo más disímiles con tan sólo caminar media hora. Es la intención de la gente que lo regentea conservar su estado natural, por lo que no hay ningún tipo de edificación en la que guarecerse para dormir y otras empresas, de manera que uno debe contentarse con carpas o hamacas paraguayas. Pero es un lugar tan alucinante que bien vale la pena dormir poco y nada con tal de experimentarlo.
Nuestros 3 buenos muchachos habían recogido (del verbo juntar, claramente, no del otro) durante todo el viaje, varias recomendaciones a tener en cuenta en el caso de decidir emprender tal travesía. “Miren que no se puede entrar con alcohol”, “No se les ocurra llevar ningún tipo de droga porque te revisan antes de entrar”, “lleven comida porque ahí te arrancan la cabeza” y ese tipo de cosas. La cuestión es que ellos, quizás estúpidamente envalentonados por esa hermosa sensación de invulnerabilidad que te da el estar conociendo el mundo, decidieron hacer caso omiso de todas estas cosas y llevaron alcohol, marihuana, petardos ilegales, armas de fuego con el número de serie limado y ese tipo de cosas. Quizás no tanto, pero más o menos.
Pasaron los primeros días intentando generar algún tipo de acercamiento con las muchachas, cada uno con la suya, sin demasiado éxito.  La idea de que las carpas sean mixtas, que a priori sonaba prometedora, terminó no siéndolo tanto. Si bien cada uno había procurado colocar su bolsa de dormir bien pero bien pegada a la de su pretendiente, el hecho de que hubiera tanta gente habitando dicha carpa no propiciaba el amor, precisamente. Pero se contentaban con alguna caminata en solitario, con uno de esos ridículos juegos de manos que a la vez son coqueteos y con menudencias de ese calibre. Se avanzaba a paso lento. Muy lento.
Durante una de sus caminatas matinales encontraron un nuevo camping ubicado metros del mar. “Cabo San Juan”, fue la respuesta que recibieron cuando, totalmente embobados por el paisaje, consultaron el nombre de aquel lugar. Automáticamente fueron a buscar sus bolsos al camping anterior, agradecieron la hospitalidad a sus dueños y corrieron de vuelta a Cabo San Juan. Sólo les quedaba una noche en Parque Tayrona y luego tenían que volver a Cartagena. Además esa misma noche sería la última que pasarían cerca de Hanna, Sarah y Melody, que habían resuelto quedarse un par de días más en aquel paraíso, lujo que nuestros protagonistas no podían darse. Había que sacarle provecho. TENÍA que ser ESA noche.
Se acercaron a un pequeño puestito en donde había un amable señor que cobraba por hospedarse en su camping. Este señor empezó a repasar las distintas opciones, hasta que les hablo de la cabaña, que era la alternativa más cara. “¿Qué cabaña?”, preguntaron desconcertados al no ver nada que se le parezca en las cercanías. El señor señaló una pequeña y rústica edificación en un alto en la punta del cabo (ver foto ilustrativa). Era una especie de glorieta con una columna en el centro, de la cual colgaban hamacas. No tenía ningún tipo de ventana y, al estar en terreno elevado, era muy castigada por el viento; sin contar que había que subir y bajar por un camino pedregoso que, cuando escaseaba la luz, era un poquito peligroso de transitar. Pero estar ahí arriba verdaderamente te sacaba el aliento. El ruido y el aroma del mar eran allí más concretos, más reales, tenían más vida y el paisaje acompañaba de mil maravillas. Aguas turquesas hasta donde el ojo alcanzaba a ver, cielos celestes llenos de sol, suaves arenas blancas llenas de Hanna, Sarah y Melody. No hubo mucho que pensar. Pagaron lo que había que pagar y ahí se quedaron.
Se pasaron todo ese día tirados en la playa planeando la última noche en total silencio, cada uno x su lado. Cuando finalmente llegó, los encontró preparados. Se pusieron sus mejores ropas (lo que no era mucho decir), rescataron de dentro de sus bolsos algo de tomar y algo de fumar que venían encanutando para situaciones críticas, se alejaron un poco del camping y se sentaron en ronda sobre la arena a consumir estas delicias iluminados únicamente por la luna. Confiaban en que un último toque de deshinibición, como el que suelen proporcionar el alcohol y las drogas, los iba a dejar mano a mano con el arquero y con tiempo para definir.
Todo estaba funcionando de mil maravillas, ellos decían estupideces, ellas se reían; las botellas giraban en sentido horario vaciándose parsimoniosamente; el charuto (perdón, no me pude contener, tenía que escribir la palabra charuto aunque sea una vez en mi vida) pasaba de mano en mano en sentido antihorario achicharrándose lentamente. Todo muy bien. Pero en cierto momento uno de ellos reparó en unas luces que brillaban a lo lejos y se acercaban lentamente. Por las dudas se apuraron en esconder todo rastro de drogas y alcohol lo mejor que pudieron. Esperaron en silencio mientras empezaban a confirmar que las luces provenían de linternas en mano de policías o gendarmes o algo por el estilo.
“Buenas noches”, se presentó uno de ellos (eran tres) y sin esperar respuesta preguntó “¿Qué están haciendo aquí?”. “Nada, oficial, disfrutando de la noche”, respondió Andrés. A un costado había una botella que aparentaba ser de agua, pero en realidad contenía aguardiente. Al oficial de la derecha le llamó la atención y entonces se acercó, la levantó, la abrió, olfateó su contenido y le dedicó una mirada socarrona a sus dos colegas. “¿Saben que está prohibido ingresar al parque con bebidas alcohólicas, verdad?”. Nadie respondió. “¿Tienen algo más?”, preguntó muy serio al cabo de unos segundos de silencio. “Eso es todo, oficial”, mintió Matías vaya uno a saber por qué. “Abran sus bolsos, por favor” sentenció entonces el que todavía no había hablado. Tardaron apenas segundos en encontrar la mísera pizca de marihuana  que había en el fondo de uno de los bolsos. Dieron alarma a través de un Handy y de repente, de buenas a primeras, estaban rodeados de oficiales de la ley montados en caballos que daban rondas y rondas alrededor de nuestro grupo de 6 mientras las luces de las linternas iban iluminando los rostros de los acusados intermitentemente conformando un cuadro completamente surrealista y disparatado en el medio de la noche Colombiana. “Vamos a tener que llevarlos a la comisaría más cercana en donde les tomaran sus datos que luego remitiremos a las embajadas correspondientes. Quedarán detenidos y finalmente procederemos a enviarlos de vuelta a sus países, de donde seguramente no puedan volver a salir”, explicaba el que parecía estar a cargo con tono calmo, pero amenazante. “Esto que ha sucedido quedará plasmado en sus antecedentes y es muy posible que de aquí en más les sea dificultoso conseguir empleo”, agregaba intentando asustarlos. Era evidente que todo esto era un bolazo y que lo que este sujeto buscaba era otra cosa. Se mostraba muy insistente en sus amenazas, repitiéndolas una y otra y otra vez hasta el punto del hartazgo y de tanto en tanto iba agregando algunas nuevas cada vez más ridículas e inverosímiles. Lo que preponderaba entonces no era el miedo, sino la necesidad de que los dejen terminar lo que habían iniciado, de que no les quiten esa última noche. “¿No lo podemos arreglar de otra manera, oficial?”, preguntó finalmente Andrés. Las marmóreas expresiones del rostro del policía de repente se suavizaron, confirmando su estratagema y finalizando el conflicto. Se resolvió en un par de minutos al cabo de los cuales los 6 turistas quedaron sentados en la orilla del mar completamente frustrados, sin nada que tomar, sin nada que fumar y con un poco menos de dinero en la billetera.
Pasaron un rato largo lamentando y discutiendo lo sucedido (bien bien lejos de cualquier posibilidad de coqueteo) hasta que en un momento Matías vio algo que le resultó extraño flotando en el agua, allá a lo lejos. Se acercó a la orilla, siguiendo al objeto con la vista mientras este se acercaba con cada ola que lo tocaba. Rápidamente se cansó de esperar y se hizo a la mar en su búsqueda. Los otros 5, que lo seguían con la vista francamente confundidos, no pudieron entender cómo era que el tipo este estaba saliendo del mar con una botella de cerveza llena en su mano mientras gritaba como un idiota. Era una cerveza nomás, pero lo emocionante de todo aquello era el guiño poético que estaban teniendo el gusto de presenciar y que les estaba devolviendo por medio del mar lo que la policía les había quitado por la fuerza. Eso fue lo que celebraron. Celebraron que el universo les estaba confirmando que ellos eran los buenos y que les estaba dando una palmadita en el hombro a cada uno de los 6.
La cerveza era intomable, es cierto. Las chicas directamente no se le animaron, es cierto.  Ellos la abrieron, la probaron y la dejaron a un costado, es cierto. Lo que también es cierto es que de las seis hamacas que habían reservado en la punta de Cabo San Juan, terminaron necesitando sólo tres.