domingo, 14 de febrero de 2016

Cabo San Juan



No era algo común que estos tres la pongan, ¿para qué mentir?
A ver… quizás haga falta aclarar: No hay nada malo en ellos. Quiero decir, seguramente hay bastantes cosas malas en cada uno en particular y otras tantas que sólo salen a relucir cuando están los tres juntos, pero ninguna de esas cosas son lo suficientemente incriminatorias como para que en el veredicto final del jurado femenino se los pudiera sentenciar como “incogibles” y para luego condenarlos a carcel perpetua en el temible penal de la Castidad Eterna, pabellón Japa. No es para tanto, les juro que no.

Lo que les quiero contar es un cuento, que a la vez también es un juego (O al menos intentará serlo). Los hechos que se expondrán a continuación son de alguna manera verdaderos, pero se presentarán alterados en su inmensa mayoría. Me refiero a que algunos son totalmente falsos y otros son mentiras parciales o verdades a medias, como usted prefiera. Sin embargo habrá una (y sólo una) situación que contaré tal cual sucedió, con el propósito de que usted pueda llegar a señalarla una vez haya terminado de leer.

“Che, ¿vamo a Colombia?”. La idea había sido de Andrés (el más viajado del grupo) que una noche,  empecinado con hacerse de algún acompañante, reunió en un bar a Matías e Ignacio y les disparó la propuesta. Había preparado su discurso meticulosamente con la intención de que no hubiera chance de que este pasase desapercibido. No hubo necesidad de esperar demasiado para poder confirmar que había surtido el efecto deseado.
Llegaron a Bogotá el 14 de Febrero, día de los enamorados (Fue casualidad, aunque amor no faltaba), y se hospedaron en un Hostel ubicado en un barrio precioso llamado “La Candelaria”. Bebieron cerveza local, comieron platillos autóctonos, fueron a un par de museos y charlaron con algunas gentes. Pero en realidad estaban ahí de paso, la idea era irse cuanto antes para la costa, y eso mismo fue lo que hicieron 2 días después.
Los recibió Cartagena de Indias, tan calurosa y bella como sólo ella sabe ser. El taxi los llevó directamente a la impresionante ciudad amurallada, donde hicieron base, y de allí se fueron moviendo de pueblo en pueblo, de playa en playa, de Hostel en Hostel, cosechando borracheras y cachengues memorables y conociendo gente en el camino.
Una vez en Santa Marta, se cruzaron con un grupo de extranjeros (alemanes, holandeses, estadounidenses, argentinos) con los que hicieron buenas migas a tal punto de que continuaron el viaje en comunión.
En cuestión de minutos, como no podía ser de otra manera, se empezaron a armar parejas potenciales. Así pasa en estos casos y celebro que así sea porque casi ninguna historia sabe del todo bien si no se sazona con un cachito de romance.
“Che, ¡está linda Hanna!” dijo Andrés  refiriéndose a una rubia teutona (por favor lea la U en el medio de la palabra que para algo está, no quise referirme a su busto) que se resistía a que le hablen en inglés porque insitía en p­­racticar su castellano. “A mí me va más Melody”, retrucó Matías refiriéndose a una morocha argenta con unos ojos verdes que chorreaban simpatía. “¿Qué clase de nombre es Melody?”, chicaneó Ignacio que suele bardear de una forma tan graciosa que es difícil enojársele, y finalmente agregó “La que va es Sarah”.
Pum, ahí nomás se cerró el pacto. No hicieron falta juramentos, ni promesas, ni nada. Los tres sabían, a partir de ese momento, hacia dónde apuntar sus cañones (No es mi intención usar la palabra cañón como sinónimo de pene… No sé ni por qué aclaro tanto, pero bueno). Sus cañones no eran gran cosa, a decir verdad (leer nuevamente el paréntesis anterior), pero mal que mal cada uno por su lado iba haciendo sus intentos. Había días en los que parecía que se le iba a dar a Ignacio; había otros en los que Andrés picaba en punta; en otras ocasiones, Matías amagaba con concretar. Lo cierto es que ni chicha ni limonada (sepa usted dispensar la utilización de este ya de por sí confuso refrán).
Estaban una noche en la terraza de un Hostel de Santa Marta. Matías hacía que cantaba, Ignacio pretendía tocar la guitarra y Andrés, quizás el más fachero de los tres, tocaba el cajón peruano. En realidad no estaban haciendo otra cosa que pavonearse ante sus pretendientes, o quizás estaban haciendo todo lo contrario, ¿quién sabe? La cuestión es que entre mitad de canción y mitad de canción (Ignacio no se sabía ni 1 tema completo, sólo se sabía mitades) entre todos decidieron ir a pasar unos días a un lugar del que habían escuchado hablar durante toda su estadía en tierras colombianas, Parque Tayrona.
Parque Tayrona es una reserva natural de enormes dimensiones en la que uno puede encontrar playas de lo más disímiles con tan sólo caminar media hora. Es la intención de la gente que lo regentea conservar su estado natural, por lo que no hay ningún tipo de edificación en la que guarecerse para dormir y otras empresas, de manera que uno debe contentarse con carpas o hamacas paraguayas. Pero es un lugar tan alucinante que bien vale la pena dormir poco y nada con tal de experimentarlo.
Nuestros 3 buenos muchachos habían recogido (del verbo juntar, claramente, no del otro) durante todo el viaje, varias recomendaciones a tener en cuenta en el caso de decidir emprender tal travesía. “Miren que no se puede entrar con alcohol”, “No se les ocurra llevar ningún tipo de droga porque te revisan antes de entrar”, “lleven comida porque ahí te arrancan la cabeza” y ese tipo de cosas. La cuestión es que ellos, quizás estúpidamente envalentonados por esa hermosa sensación de invulnerabilidad que te da el estar conociendo el mundo, decidieron hacer caso omiso de todas estas cosas y llevaron alcohol, marihuana, petardos ilegales, armas de fuego con el número de serie limado y ese tipo de cosas. Quizás no tanto, pero más o menos.
Pasaron los primeros días intentando generar algún tipo de acercamiento con las muchachas, cada uno con la suya, sin demasiado éxito.  La idea de que las carpas sean mixtas, que a priori sonaba prometedora, terminó no siéndolo tanto. Si bien cada uno había procurado colocar su bolsa de dormir bien pero bien pegada a la de su pretendiente, el hecho de que hubiera tanta gente habitando dicha carpa no propiciaba el amor, precisamente. Pero se contentaban con alguna caminata en solitario, con uno de esos ridículos juegos de manos que a la vez son coqueteos y con menudencias de ese calibre. Se avanzaba a paso lento. Muy lento.
Durante una de sus caminatas matinales encontraron un nuevo camping ubicado metros del mar. “Cabo San Juan”, fue la respuesta que recibieron cuando, totalmente embobados por el paisaje, consultaron el nombre de aquel lugar. Automáticamente fueron a buscar sus bolsos al camping anterior, agradecieron la hospitalidad a sus dueños y corrieron de vuelta a Cabo San Juan. Sólo les quedaba una noche en Parque Tayrona y luego tenían que volver a Cartagena. Además esa misma noche sería la última que pasarían cerca de Hanna, Sarah y Melody, que habían resuelto quedarse un par de días más en aquel paraíso, lujo que nuestros protagonistas no podían darse. Había que sacarle provecho. TENÍA que ser ESA noche.
Se acercaron a un pequeño puestito en donde había un amable señor que cobraba por hospedarse en su camping. Este señor empezó a repasar las distintas opciones, hasta que les hablo de la cabaña, que era la alternativa más cara. “¿Qué cabaña?”, preguntaron desconcertados al no ver nada que se le parezca en las cercanías. El señor señaló una pequeña y rústica edificación en un alto en la punta del cabo (ver foto ilustrativa). Era una especie de glorieta con una columna en el centro, de la cual colgaban hamacas. No tenía ningún tipo de ventana y, al estar en terreno elevado, era muy castigada por el viento; sin contar que había que subir y bajar por un camino pedregoso que, cuando escaseaba la luz, era un poquito peligroso de transitar. Pero estar ahí arriba verdaderamente te sacaba el aliento. El ruido y el aroma del mar eran allí más concretos, más reales, tenían más vida y el paisaje acompañaba de mil maravillas. Aguas turquesas hasta donde el ojo alcanzaba a ver, cielos celestes llenos de sol, suaves arenas blancas llenas de Hanna, Sarah y Melody. No hubo mucho que pensar. Pagaron lo que había que pagar y ahí se quedaron.
Se pasaron todo ese día tirados en la playa planeando la última noche en total silencio, cada uno x su lado. Cuando finalmente llegó, los encontró preparados. Se pusieron sus mejores ropas (lo que no era mucho decir), rescataron de dentro de sus bolsos algo de tomar y algo de fumar que venían encanutando para situaciones críticas, se alejaron un poco del camping y se sentaron en ronda sobre la arena a consumir estas delicias iluminados únicamente por la luna. Confiaban en que un último toque de deshinibición, como el que suelen proporcionar el alcohol y las drogas, los iba a dejar mano a mano con el arquero y con tiempo para definir.
Todo estaba funcionando de mil maravillas, ellos decían estupideces, ellas se reían; las botellas giraban en sentido horario vaciándose parsimoniosamente; el charuto (perdón, no me pude contener, tenía que escribir la palabra charuto aunque sea una vez en mi vida) pasaba de mano en mano en sentido antihorario achicharrándose lentamente. Todo muy bien. Pero en cierto momento uno de ellos reparó en unas luces que brillaban a lo lejos y se acercaban lentamente. Por las dudas se apuraron en esconder todo rastro de drogas y alcohol lo mejor que pudieron. Esperaron en silencio mientras empezaban a confirmar que las luces provenían de linternas en mano de policías o gendarmes o algo por el estilo.
“Buenas noches”, se presentó uno de ellos (eran tres) y sin esperar respuesta preguntó “¿Qué están haciendo aquí?”. “Nada, oficial, disfrutando de la noche”, respondió Andrés. A un costado había una botella que aparentaba ser de agua, pero en realidad contenía aguardiente. Al oficial de la derecha le llamó la atención y entonces se acercó, la levantó, la abrió, olfateó su contenido y le dedicó una mirada socarrona a sus dos colegas. “¿Saben que está prohibido ingresar al parque con bebidas alcohólicas, verdad?”. Nadie respondió. “¿Tienen algo más?”, preguntó muy serio al cabo de unos segundos de silencio. “Eso es todo, oficial”, mintió Matías vaya uno a saber por qué. “Abran sus bolsos, por favor” sentenció entonces el que todavía no había hablado. Tardaron apenas segundos en encontrar la mísera pizca de marihuana  que había en el fondo de uno de los bolsos. Dieron alarma a través de un Handy y de repente, de buenas a primeras, estaban rodeados de oficiales de la ley montados en caballos que daban rondas y rondas alrededor de nuestro grupo de 6 mientras las luces de las linternas iban iluminando los rostros de los acusados intermitentemente conformando un cuadro completamente surrealista y disparatado en el medio de la noche Colombiana. “Vamos a tener que llevarlos a la comisaría más cercana en donde les tomaran sus datos que luego remitiremos a las embajadas correspondientes. Quedarán detenidos y finalmente procederemos a enviarlos de vuelta a sus países, de donde seguramente no puedan volver a salir”, explicaba el que parecía estar a cargo con tono calmo, pero amenazante. “Esto que ha sucedido quedará plasmado en sus antecedentes y es muy posible que de aquí en más les sea dificultoso conseguir empleo”, agregaba intentando asustarlos. Era evidente que todo esto era un bolazo y que lo que este sujeto buscaba era otra cosa. Se mostraba muy insistente en sus amenazas, repitiéndolas una y otra y otra vez hasta el punto del hartazgo y de tanto en tanto iba agregando algunas nuevas cada vez más ridículas e inverosímiles. Lo que preponderaba entonces no era el miedo, sino la necesidad de que los dejen terminar lo que habían iniciado, de que no les quiten esa última noche. “¿No lo podemos arreglar de otra manera, oficial?”, preguntó finalmente Andrés. Las marmóreas expresiones del rostro del policía de repente se suavizaron, confirmando su estratagema y finalizando el conflicto. Se resolvió en un par de minutos al cabo de los cuales los 6 turistas quedaron sentados en la orilla del mar completamente frustrados, sin nada que tomar, sin nada que fumar y con un poco menos de dinero en la billetera.
Pasaron un rato largo lamentando y discutiendo lo sucedido (bien bien lejos de cualquier posibilidad de coqueteo) hasta que en un momento Matías vio algo que le resultó extraño flotando en el agua, allá a lo lejos. Se acercó a la orilla, siguiendo al objeto con la vista mientras este se acercaba con cada ola que lo tocaba. Rápidamente se cansó de esperar y se hizo a la mar en su búsqueda. Los otros 5, que lo seguían con la vista francamente confundidos, no pudieron entender cómo era que el tipo este estaba saliendo del mar con una botella de cerveza llena en su mano mientras gritaba como un idiota. Era una cerveza nomás, pero lo emocionante de todo aquello era el guiño poético que estaban teniendo el gusto de presenciar y que les estaba devolviendo por medio del mar lo que la policía les había quitado por la fuerza. Eso fue lo que celebraron. Celebraron que el universo les estaba confirmando que ellos eran los buenos y que les estaba dando una palmadita en el hombro a cada uno de los 6.
La cerveza era intomable, es cierto. Las chicas directamente no se le animaron, es cierto.  Ellos la abrieron, la probaron y la dejaron a un costado, es cierto. Lo que también es cierto es que de las seis hamacas que habían reservado en la punta de Cabo San Juan, terminaron necesitando sólo tres.

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