lunes, 2 de marzo de 2015

Las Visitas



España. Una enfermera se contagia el virus del Ébola. El primer médico que la vé, le receta Paracetamol. Tardan 5 días en ponerla en cuarentena.  Se enteran de que la enferma tiene en su casa, un perro. 
Excálibur, así se llama el perro, acaba de almorzar. Está tirado en el sillón, disfrutando de un rayito de sol que se escurre entre las cortinas. Duerme y sueña que corre. Siente el pasto entre sus patas y, por más que lo intenta, nunca alcanza al horizonte. 
Se despierta sobresaltado y vuela del sillón. Ve a 3 tipos enormes vestidos de amarillo que entran a su casa. Mueve la cola, se agita contento: le encantan las visitas. Los saluda ladrando bajito y dando vueltas a su alrededor, levanta las patas de adelante y las apoya sobre el estómago del más alto de ellos. El hombre  lo alza, lo toma entre sus brazos y abandonan el departamento. 
Siente la brisa de agosto en su hocico, cierra los ojos por un momento y se deja llevar. Cuando los vuelve a abrir se encuentra a oscuras. Hay un olor en el ambiente que nunca antes sintió. De repente, el mundo se mueve, las paredes lo golpean, sus patas no se aferran al piso. No entiende qué es lo que pasa. Tiene miedo.  
Tan súbito como comenzó, se detuvo. Se queda en silencio acostado en un rincón hasta que la puerta se abre y la luz que la atraviesa lo cega. Aún mareado y confundido, alcanza a ver pasillos blancos, llenos de luces que pasan velozmente por sobre su cabeza.  Tiene miedo.
Ahora hay muchos hombres de amarillo que lo miran detrás de una ventana. Hablan entre ellos, gesticulan y cada tanto le dedican una mirada. Van y vienen todo el tiempo. Él los mira, con la cola entre las patas, sentado en su rincón. 
Cuando entra  el hombre de blanco, le mueve un poco la cola: le encantan las visitas. Pero entonces ve la aguja que lleva en la mano. No le gustan las agujas. Sin darse cuenta, empieza a caminar para atrás, temblando entero. Tiene miedo. 
Piensa en su dueña. Confía en que va a aparecer en cualquier momento y lo va a llevar bien lejos de la aguja y bien cerca de su sillón. 
Su dueña también piensa en él. Lo imagina tranquilo en su casa. Ni siquiera sospecha que se acerca, con la aguja en la mano, el hombre de blanco. El hombre de blanco no sabe a ciencia cierta si Excálibur fue contagiado, pero tampoco le importa demasiado. “Hacerle estudios sería costoso y tomaría su tiempo. Además es solo un perro”, piensa mientras la aguja se hunde en la pata.

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