Caminás por la calle. Estás yendo a despedirte de tu perro,
a verlo por última vez. Estás yendo a despedirte de alguien que va a morir
porque vos y tu familia decidieron que es el momento de que así sea. Pensás qué
decirle, tenés frío, hace frío y no se te ocurre qué decirle. El hijo de puta
interno te dice que es un perro y que no te entiende, que no vale la pena
romperse la cabeza. Pero dudás. Dudás porque querés dudar. Dudás porque sabés
que es más que un perro. Dudás porque sabés que es mucho más que un perro.
Seguís pensando y tenés frio. Tenés cinco mil cuatrocientas camperas en la
mochila, pero no te abrigás. No sabés porque, pero preferís no abrigarte.
Caminás lento, no querés llegar. Se levanta un viento, tenés frío. Te preguntás
si están haciendo lo correcto. Te hacés la misma pregunta que te hiciste mil
veces en estos días. No encontrás respuesta. No hay manera de saberlo. Faltan
tres cuadras, cada vez hace más frío. Querés fumar, pero sabés que no conviene.
No te importa qué es lo que conviene, pero no hay tiempo para perder en esas
cosas. Estás apurado. Estás apurado por llegar, pero no querés llegar porque
ahora tenés perro. Después no. Va a
llegar la hora prevista y no vas a tener más perro. Va a llegar la hora
prevista y lo van a sedar. Y después le van a mandar un suero que tiene algo
adentro que mata. Y después va a venir una camioneta y se lo van a llevar y lo
van a meter en un horno. Lo que quedé de ese infierno controlado lo van a meter
en una caja y te lo van a llevar a tu casa. Yo lo sé porque ya tengo de esas.
Están en la casa de Mamá. No sé bien dónde, pero están. Hace frío, no se te
ocurre nada que decirle a tu perro. Empezás a considerar que es buena la idea
de decirle lo primero que te venga a la mente. No sabés cómo va a ser. No sabés
con qué te vas a encontrar exactamente. Te lo imaginás, pero no sabés. No sabés
una mierda. Ni de eso ni de nada. Llegás a lo de tu Mamá, abrís la puerta y ahí
está tiradito tu perro. No se puede parar, tiene las patas muy jodidas y hace
poco le encontraron un tumor. Te mueve un poco la cola y levanta un poco la
cabeza. Te acercás rápido porque no querés que haga esfuerzo. Ahí está tu Mamá,
montando guardia desde vaya uno a saber cuándo. Ella te pregunta si tenés frío,
le decís que no. Te sentás al lado de tu
perro y lo acariciás, nunca habías visto el tumor. Te toma por sorpresa, tiene
un bulto semipelado en una pata. De las cuatro que una vez tuvo, ahora le queda
una sola. Puede confiar en una sola y hasta ahí nomás. Las canas hace tiempo
que las tiene, es un perro viejo. Sabés que tuviste catorce años para
encariñarte y no malgastaste el tiempo. Seguro que hay miles de recuerdos preciosos,
pero ahora no. Ahora no. Le tocás las patas chuecas. Le acariciás la cabeza, él
te mira con ojos cansados. Tu vieja te pregunta en qué pensas. Le devolvés un “qué
se yo”. Le pedís que te dejen un rato a solas con tu perro. Ella se va a la cocina. Le hablás, le decís
que lo querés. ¿Qué mierda le vas a decir? Le decís que no sabés si están
haciendo lo correcto. Le decís que no querés que sufra. Le contás que te ayudó
a crecer. Le contás que, junto con todas las otras cajitas que están por ahí guardadas
en lo de tu Mamá, te enseñó a querer. Le decís que es parte de tu identidad. Le
decís que sos “el tipo que pone voz de idiota y
tiene conversaciones con cada animal que se le pasa por adelante”
gracias a él. Le decís que tus amigos dicen que es “el perro más querido del
grupo”. Le decís que cada cinco minutos están diciendo la frase que titula esto
que estoy escribiendo y le contás que fue por él que la inventaste y que
prendió y la dicen siempre. Le pedís perdón si es que alguna vez le hiciste
mal. Le das mil besos en la trompa y te vas. Pero antes de irte tenés el
impulso de ver la tortuga muerta que tenés arriba del mueble. La misma de la
que ya hablé hace unos días. Eso hago. Ahí está, todavía muerta. No esperaba
nada diferente, pero ¿qué se yo? Le doy un último beso y me voy sin mirar atrás
a propósito. Hace frío. Pienso en que estamos toda la vida tratando de esquivar
a la muerte y ni siquiera sabemos qué es, qué significa. La tomamos como
antónimo de la palabra vida y en realidad es lo que define a la vida como tal.
Divago. Quiero fumar, pero no fumo. Tengo frío pero no me abrigo. Ahora sí sé
por qué es que no me abrigo y es porque sospecho que hoy, ahora, en este
momento no me lo merezco. Hoy frio. Hoy tiene que ser frío. Camino hacia mi
casa. Pienso en lo importante que fueron para mí todos mis bichos. Le doy
vueltas a la idea de que lo único que uno busca todo el tiempo con todo lo que
hace es ser importante para alguien y que ese alguien te demuestre que de verdad lo fuiste. Hoy, por lo menos hoy,
pienso que ESE es el sentido de la vida. El sentido de la muerte nadie lo sabe
y eso es lo que la hace la verdad más violenta de las verdades. Caminás otro
rato, ya estás llegando. Pensás que a pesar de todo, valió la pena. Otra vez
valió la pena. Tenés muy claro que se te van a seguir muriendo y vas a seguir
adoptando y que vas a seguir llenando tu vida de eso que nada ni nadie más te
puede dar y que es uno de los amores más de verdad que has llegado a sentir. Ahí
empezás a sentir el nudo en la garganta. Falta una cuadra. Te decís “dale que
ya estamos, aguantá un cacho más”. Y no aguantás nada. Llorás en la calle por
primera vez en 20 años o más. La señora de la vuelta te saluda y se da cuenta.
Caminás rápido. Esquivás al encargado. Te ves todo rojo en el espejo del
ascensor. Abrís la puerta de tu departamento. Ahí están tus gatos. Llorás más fuerte.
Te miran, te escuchan, no entienden nada. No querés explicarles. No
podés explicarles.
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