Él se subió al colectivo a la altura de Plaza Italia,
duro de frío y tarado de sueño. Saludó al conductor, como todas las mañanas, y
balbuceó el valor del boleto correspondiente arrastrando las consonantes. Con
un disco de Massacre gritándole desde los auriculares, reptó hacía el fondo del
bondi en busca de un asiento. Detectó en un señor de boina las señales físicas
inequívocas que suelen anticipar el momento de la llegada a su parada destino y,
primereando a la chusma, se apresuró
hacia allí y se dejó caer en su lugar. Él era brillante a la hora de conseguir
asientos en los transportes públicos.
Ella se subió al colectivo en la parada de Coronel Díaz,
totalmente encebollada entre capas de abrigo y un poquitín molesta por la
espera. Se sacó con dificultad los
guantes, hurgó en la mochila, y pescó con los dedos la tarjeta magnética con la que uno paga los boletos. Hizo lo propio, luego se puso de vuelta los guantes y se
sentó en uno de esos asientos para
discapacitados que van de espaldas al tránsito mientras algún tema de Behemoth
arremetía, cual incansable martillo hidráulico, contra sus tímpanos –y seguramente los de una vieja
que tenía al lado-. Ella era un prodigio en el arte de lograr que todo y todos
le importasen un carajo.
Aprovechando el hecho de haber quedado enfrentados, e
incentivados por alguna fuerza extraña pero macanuda, empezaron a mirarse. Se llamaron la
atención instantáneamente. Quizás se gustaron un poquito, pero se hicieron los tontos. Se ojeaban
al pasar, nerviosos, como quien ojea las páginas de una revista en la sala de
espera del proctólogo. Se miraban unos
segundos, se esquivaban otros. Pero siempre volvían a buscarse, con esos ojos
como imanes, sin poder evitar
que sus miradas se entreverasen permanentemente.
En cierto momento todo lo demás dejó de existir: El bondi, los
pasajeros, la calle Santa Fe, el frío, el sueño. Todo desapareció, excepto
ellos y sus músicas privadas.
Ya a la altura de Pueyrredón se dieron cuenta, al mismo tiempo, de que habían pasado los últimos minutos mirándose a ellos mismos reflejados en los ojos del otro con una tensa calma que no sabía a nada que hubiesen probado jamás.
Y entonces empezaron a contarse cosas sin hablarse.
Y entonces empezaron a contarse cosas sin hablarse.
Ella le contó de esa vez en la que, a los doce años, se
despertó saltando de la cama por un ruido en la habitación de sus viejos. Se
acercó para ver qué pasaba y entonces vio a su padre, que había vuelto borracho
a casa otra vez, golpeando a su madre
con saña infinita e insultándola con una furia que parecía no provenir de un ser humano. No era la primera ocasión en la que asistía a ese tipo de espectáculo, pero
esa vez se había decidido a tomar cartas en el asunto. Buscó una a una las botellas que su padre
iba escondiendo en distintos recovecos de la casa, las llevó al baño y las
vació en el inodoro. Se encontraba vertiendo la última cuando entró su padre, vio
las botellas vacías en el piso, la agarró fuerte del pelo y le reventó la
cabeza contra la puerta.
Él, que presenciaba la escena desde la perspectiva de
ella, casi pudo sentir el golpe. Y el miedo. También pudo sentir el miedo.
Él le mostró esa
noche en ese barrio en la que vio a un tipo que cagaba a patadas a un perro. De la bronca que le dio, se le fue al humo
sin pensarlo. Lo empujó y el tipo cayó al suelo. El perro, que temblaba a unos
metros, miraba toda la escena. Él se acerco para hacerle una caricia y tranquilizarlo, pero entonces
sintió la botella explotar en su nuca. La verdad es que casi no le dolió, pero sí lo colmó de
odio. Se dio vuelta furioso y decidido a asesinar al cobarde que lo había
atacado por la espalda, pero el tipo ya estaba en la esquina y se alejaba
corriendo. Entonces sintió un calor que
le bajaba por la espalda. Se tocó la cabeza, miró su mano empapada de rojo,
y se desmayó.
Ella, que también vivía este recuerdo con los ojos de él,
casi pudo sentir como la sangre le chorreaba por la espalda. Y la bronca.
También pudo sentir la bronca.
Pero de repente se rompió el hechizo. Es que a un señor
gordo se le ocurrió pararse justo en medio de la autopista que habían
construido entre los ojos de los dos. El mismo gordo, el colectivo, la calle
Santa Fe, el frío, el sueño y todo lo
demás empezaron a materializarse nuevamente a su alrededor.
Ellos se movieron en sus asientos intentando encontrar un
ángulo, un resquicio que les permitiese restablecer la conexión. Se buscaban y se
buscaban, pero los separaba una montaña enorme, infranqueable.
Tan intensamente miraron al gordo deseando que no
existiera, que este empezó a sentirse extraño. El color rosado de sus mejillas
se apagó. El sudor comenzó a bajarle desde la cabeza y el desayuno empezó a
subirle desde el estómago. Y entonces se desplomó en el suelo, ante la mirada
atónita del resto de los pasajeros.
Finalmente los iris marrones de él se pudieron
reencontrar con los de ella, azules, preciosos y entonces entendieron claramente que habían sido ellos los
causantes del malestar que estaba sufriendo aquél gordo.
Ella entonces, divertida y un poco desafiante, fijó la vista en un adolescente
que miraba la pantalla de su celular sin importarle todo lo que estaba sucediendo allí. Él (su compañero de miradas), siguiendo el impulso, la imitó.
Segundos después ya eran dos las personas que regurgitaban sobre el piso del colectivo.
Maravillados por la situación, se sintieron tentados de seguir experimentando con este fenómeno que al parecer eran capaces de provocar entre los dos. Llegando a Callao, el transporte ya era un verdadero caos. Aquí y allá resonaban los sonidos guturales que los treinta y tantos pasajeros producían al vomitar. Por otra parte, la excreción multicolor de decenas de estómagos enfermos ya habían formado una gruesa película en el piso. Un gran charco que hasta contaba con su tímido y pequeño oleaje, y que poco a poco se escapaba por debajo de las puertas, como se escapa la sangre del toro sometido a la merced del torero.
Maravillados por la situación, se sintieron tentados de seguir experimentando con este fenómeno que al parecer eran capaces de provocar entre los dos. Llegando a Callao, el transporte ya era un verdadero caos. Aquí y allá resonaban los sonidos guturales que los treinta y tantos pasajeros producían al vomitar. Por otra parte, la excreción multicolor de decenas de estómagos enfermos ya habían formado una gruesa película en el piso. Un gran charco que hasta contaba con su tímido y pequeño oleaje, y que poco a poco se escapaba por debajo de las puertas, como se escapa la sangre del toro sometido a la merced del torero.
El chofer iba en su mundo escuchando boleros a todo volumen y nunca
llegó a enterarse de lo que sucedía a sus espaldas. Iba tranquilo, canturreando
hasta que sintió en el abdomen el retorcijón violento que lo hizo estremecer y
lo hizo pegar el volantazo.
El vehículo perdió el control y giró como un trompo, provocando
que su contenido se estrellara fuertemente contra las paredes y el techo, como
si en realidad se tratase de una licuadora gigante, pero finalmente se detuvo con el estrépito de la carrocería impactando contra algún árbol.
Él, una vez que logró superar el mareo, se incorporó y se
tomó un momento para contemplar el desastre que se desplegaba a su alrededor. Se levantó
del asiento y se acercó a ella buscando constatar si estaba ilesa. Ella cuando lo vio
venir, extendió sus brazos como pidiéndole que la alzara. Él accedió, la tomó
entre sus brazos y la levanto con sumo cuidado. Bajaron del colectivo y la apoyó en el suelo con ternura, procurando no lastimarla.
Por un segundo los dos pensaron que tenían que coronar todo aquello
con algo. Con un beso, por ejemplo. La idea pasó por el cielo de ambas cabezas como una estrella fugaz
que aparece, deslumbra, conmueve y se va, sin dejarlos hacer nada al respecto.
“Chau” se dijeron al unísono, se fueron uno para cada
lado y no se vieron nunca más.
Queeee? NUNCA MÁS? !?!??!
ResponderEliminarno más finales felices por ahora!
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