A las 15:51 del
nueve de Mayo del año 2020, explotó el Sol.
Ni la comunidad
científica, ni los más afamados profetas, ni la señora que escribía el
horóscopo del diario La Nación llegaron a predecirlo. Todos coincidían en que
se esperaba que sucediera algo por el estilo,
pero cinco mil años después (según cálculos y aproximaciones). Pero no,
pasó el nueve de Mayo, nomás.
Tampoco acertaron
en las consecuencias que supondría un desastre como aquel para nuestro planeta.
Varios documentales de canales de cable aseguraban que la explosión sería de
una potencia tal, que desintegraría por completo a todos los planetas de
nuestra galaxia, dejándola en el olvido para siempre.
Sin embargo, lo que
realmente sucedió fue otra cosa que, aunque
realmente dramática, distó de ser tan definitiva: Millones de lenguas
del fuego más rabioso y voraz arrasaron con todo lo que se encontraba en ese
momento sobre la superficie del planeta, evaporando mares, destruyendo
monumentos históricos, haciendo desaparecer a la mayoría de las especies.
Pero hubo distintos
grupos esparcidos por el globo que tuvieron la buena fortuna (o la mala
fortuna, según el cristal con que se lo mire) de estar varios metros bajo tierra cuando sucedió el
cataclismo. Uno de ellos estaba
compuesto por mineros santiagueños, ocho hombres y tres mujeres, que se encontraban trabajando en una mina
cerca de la Sierra de Sumampa.
Fueron sorprendidos
súbitamente por un terremoto que parecía no terminar nunca, acompañado por un
calor rayano en lo infernal. Se asustaron
mucho, por supuesto, pero lo que nunca
se imaginaron fue que al salir de las penumbras propias de la mina se
encontrarían del lado de afuera con una oscuridad mucho más terrible y espesa,
que los envolvía y les robaba el aliento. Además todo apestaba a humo y a muerte, y el
silencio que imperaba y que callaba toda esta escena, era difícil de aguantar.
En ese momento, los
once al unísono, entendieron lo que era el miedo. Ese miedo a no saber qué es lo
que podría a pasar dentro de diez segundos. Ese miedo de pensar a todos los suyos
muertos. Ese miedo a un mundo sin amaneceres, sin plantas, sin día, sin noche, sin
vida, sin nada.
Caían en todo esto
mientras se buscaban el uno al otro tanteando sus alrededores con deseperacion, siguiendo el sonido de gritos y lamentos,
e intentando hacer contacto con un cuerpo que los hiciera sentirse menos solos,
al menos por un rato.
Contaban, como
cualquier minero que se precie de tal, con linternas y otros elementos para
valerse en la oscuridad, así que se dispusieron a explorar las proximidades de
la mina. Lo que se encontraron, como era de esperarse, fue
totalmente desalentador. Vieron su primer cuerpo calcinado y cayó una ficha
más, una muy pesada. Se quedaron contemplándolo aterrados por unos minutos y
decidieron darle sepultura. Cuando vieron el segundo, el tercero, el cuarto, el
décimo, comprendieron la ingenuidad de aquella iniciativa y dejaron de
considerarla siquiera.
Los primeros días
(término que ya había perdido gran parte de su sentido, pero que igualmente
decidieron utilizar) se los pasaron arrastrando los pies de un lado para el
otro en busca de suministros, rogando, cada uno a su Dios personal, que no se les agoten
las pilas de las linternas. Intentaron llamar por teléfono a sus familias
desde sus celulares, pero no hubo caso. Fueron en caravana a la casa de cada
uno de los once, pero ya no quedaban más que escombros.
Lograron conseguir
algo de comida que “disfrutaron” en silencio a la luz de una fogata. Después de la cena (o el almuerzo, ya todo era lo mismo) uno de
ellos gastó lo poco de vida que le quedaba a su celular e hizo sonar algo de música. Veintidós ojos, vacíos de brillo, se
bañaron en las llamas que bailaban al compás de los arpegios de Spinetta en
“Barro tal vez”, hasta que el sueño los pasó por encima.
A medida que el
tiempo pasaba, la temperatura iba cayendo estrepitosamente. Al término de una
semana, los termómetros marcaban los 2 grados y ya costaba bastante alejarse del calor de la fogata. Y no era necesario haber terminado el secundario para tener en claro
que el frio se iba a poner cada vez peor. Sin embargo tenían muchas cosas de las que
preocuparse para andar aventurándose en pensar a futuro.
Unos días después,
mientras buscaban baterías en las ruinas de un supermercado, vieron una luz a
lo lejos. Casi instintivamente apagaron linternas y antorchas y se
mantuvieron en silencio. No había manera de saber si esa luz traía buenas o
malas noticias, pero se estaba acercando y ellos la esperaban sin mover un
músculo.
Eran tres hombres.
Uno de ellos estaba armado. Los otros dos iban detrás y llevaban antorchas.
El primero que
habló, fue el del arma.
— ¿Quién anda ahí?—
preguntó con voz temblorosa.
— No dispare,
señor— dijo uno de los mineros asomándose de rodillas y con las manos
levantadas a la luz de la antorcha.
— ¿Cuántos son? —
Preguntó el hombre sin esperar respuesta y luego agregó— acérquense despacio con las manos
arriba.
— Somos once,
señor— respondió finalmente una de las tres mujeres del grupo. Los ojos del
tipo del arma se abrieron como platos.
— Tienen mujeres —
le comentó a sus compañeros por lo bajo, como si no pudieran darse cuenta por
ellos mismos— Prendan un fuego— ordenó finalmente.
Se sentaron
alrededor de la fogata y se contaron sus historias. El tipo del arma los
convido con un par de botellas de Whisky, que fueron girando de mano en mano
hasta vaciarse.
Resulta que se
trataba de un conjunto itinerante de estudiosos del ocultismo que viajaba por
todo el país siguiendo leyendas locales. En este caso iban tras la Cueva de la
Salamanca. Según cuenta la
leyenda, La Salamanca es un lugar diabólico donde el mismo Satanás enseña sus
artes. Es el lugar en donde las brujas se juntan tres veces a la semana a planear sus fechorías y donde acuden los
que desean iniciarse en las prácticas de todo maleficio.
La cuestión es que
después de mucho averiguar, llegaron a la ilustre cueva. No encontraron absolutamente nada dentro, lo que los decepcionó, pero justo cuando se estaban disponiendo a abandonar el lugar,
sintieron la explosión. No hace falta aclarar que con esto les alcanzó y les sobró para decretar
la autenticidad paranormal de aquel lugar. Luego vagaron de
aquí para allá, relamiéndose por el
reciente descubrimiento, hasta que cayeron en la gravedad de la
situación.
— Estábamos tan
fascinados con todo el tema de la cueva que no nos dimos cuenta la gravedad de
lo que estaba pasando— dijo el del arma, tomando la palabra por el resto, como
ya era costumbre— ¡Por suerte tenemos un científico en el equipo!— exclamó
mientras le palmeaba la espalda a uno de sus compañeros.
— ¡Te dije que no
soy científico! Me gusta leer revistas de divulgación científica, nada más— le respondió molesto.
— Para el caso es
lo mismo, la cuestión es que nos salvaste a todos—
— ¿Otra vez?, te
dije que no los salvé de nada. Estamos cagados, ¡bien cagados! — le dijo al del
arma mirándolo fijo a los ojos.
Los mineros
observaban todos estos vaivenes siguiendo con la mirada a uno y a otro de los
implicados sin emitir sonido, como si de un partido de tenis se tratase. Cuando
”el científico” se dio cuenta de esto, se dirigió a ellos.
—No nos queda mucho
tiempo, ¿para qué les voy a mentir? —dijo mirándolos a los ojos de a uno por
vez— Cuando el Sol explotó salimos de órbita junto a los otros planetas que
giraban alrededor de él. Nos disparamos en línea recta y con velocidad
constante hacia ningún lugar. Cada día que pase, el frío va a ser más duro y
finalmente nos vamos a convertir en una gran bola de hielo flotando sin propósito
alguno por los confines del universo. Es que sin otra
fuente de energía calórica, La Tierra va a expulsar todo el calor que le queda en
su atmósfera y nunca podrá reponerlo,
por lo que se irá congelando poco a poco— explicó— Durante un tiempo
vamos a estar bien, pero llegado el momento, todo se volverá húmedo, pero húmedo de verdad.
El aire se tornará líquido, puesto que alcanzaría el frío suficiente como para
que los gases se condensen, y entonces lloverá intensamente. Estas precipitaciones
constantes, con el tiempo, se volverán sólidas y no dejará de nevar en grandes cantidades, todo
el tiempo. En cierto punto el aire se condensaría de tal manera que, para
poder respirarlo necesitaríamos estar junto a uno fogata u otra fuente de calor
para que sea posible.
Siguieron varios minutos de silencio. La información que acababan de recibir precisaba de un cierto tiempo para terminar de asentarse en sus cabezas
Siguieron varios minutos de silencio. La información que acababan de recibir precisaba de un cierto tiempo para terminar de asentarse en sus cabezas
— ¿Y qué vamos a
hacer? — preguntó finalmente uno de los once con miedo en la voz.
— Yo pensé en algo.
Estos dos— dijo señalando a sus compañeros— creen que es la salvación, pero ya
les expliqué un millón de veces que, a lo sumo, ganaríamos unos meses más y
ya.
— ¿Y cuál es la
salvación? — le preguntaron con ansiedad.
— La única verdadera salvación sería que, en
nuestro eterno vagar por el universo, pasemos lo suficientemente cerca de una
estrella nueva y podamos orbitar alrededor de ella, como una suerte de suplencia del Sol.
Pero no hay chance de que eso pase en los próximos 10 millones de años,
por lo menos. No vamos a aguantar tanto tiempo. Si en algún momento eso llegara a ocurrir, nuestra especie no llegaría a presenciarlo. Nos extinguiríamos mucho
antes—.
— Me refería a la
otra, a la que tus compañeros opinan que podría ser la salvación — dijo uno de los mineros.
— Ah, sí… Quedarnos
cerca de una fuente de energía geotérmica o hidrotermal— explicó técnicamente, pero al ver que nadie entendía
a qué se estaba refiriendo, agregó— Termas, tenemos que ir a unas termas, como
las de Río Hondo acá en Santiago.
Todos estuvieron de
acuerdo, aunque en realidad tampoco tenían muchas más opciones.
Los once entonces,
se convirtieron en catorce, y allí fueron. El camino fue largo y bastante duro.
Caminaban por períodos de tres horas y luego descansaban al calor de la fogata
por otras dos.
Al cabo de unos
pocos días que parecieron miles, llegaron a destino muertos de frío, de
cansancio y de hambre.
Uno de los mineros
había trabajado de valijero en un hotel próximo a las termas y conocía cada uno
de los recovecos de su geografía, por lo que ofició de guía para el resto. Los llevó directamente
a su lugar preferido. Era el mismo que únicamente recomendaba a los huéspedes
del hotel más generosos a la hora de la propina. Para acceder al
mismo, era necesario internarse en un camino rocoso en el que debían subir y
bajar caprichosamente por un largo rato. No se trataba de una travesía para
cualquiera y memorizar el camino, requería varios viajes.
A medida que se
iban acercando, se sentía al frío retroceder. En realidad seguía allí, agazapado (pero siempre presente), pero ellos lo sentían como un triunfo e inflaban
el pecho al verlo dudar.
Al final del
trayecto se llegaba a un claro entre las piedras en cuyo centro reposaba un
piletón de aguas termales.
Tan pronto como
pudieron, se despojaron de sus ropas y se metieron al agua. La temperatura, si
bien no estaba a la altura de sus expectativas, se les hacía realmente agradable. Aprovecharon
para darse un baño, gusto que desde la explosión de la que ya habían pasado
varias semanas, no habían tenido posibilidad de darse.
Repararon también
en que las piedras que descansaban próximas al agua despedían un tímido pero reconfortante
calor. Así que se apuraron a elegir una propia. "Esta es mía" decían como si fuesen hermanos
recién mudados, y ponían sus cosas encima para que nadie más se atreva a
tocarlas.
Por unos días los
ánimos se apaciguaron. Se escucharon las primeras risas en mucho tiempo,
cantaron canciones junto al fuego, inventaron juegos y hablaron de épocas en
las que la luz entraba por entre las persianas, dibujando rayitas en la pared
del cuarto. Pero como es propio de los planetas errantes y perdidos en algún punto recóndito del universo, lo bueno dura poco.
La temperatura
siguió descendiendo y a un ritmo mayor. Las piedras ya no emitían calor, el agua dolía al tacto y
el panorama era más bien gris oscuro. Sin embargo, el peor de sus problemas era que se estaba
cumpliendo otro de los vaticinios del científico: el aire ya estaba tan húmedo
que les costaba horrores encender un fuego. Decidieron entonces prender varias
fogatas simultáneas, diseminadas por
todo el lugar, con el fin de alimentar las que se fuesen apagando. Sin embargo no mucho tiempo después, se apagaron todas a la vez y ya no hubo forma de volver a encenderlas.
Con el mismo ritmo con el que veían cómo se iban apagando una a una las últimas ascuas, la desesperación iba avanzando y consumiendo sus esperanzas irrefrenablemente. No se sabe cuántos
días de completa oscuridad estuvieron allí los catorce apelmazados, intentando
no morirse. Eran ellos solitos y después la nada, y la nada intentaba comérselos
incansablemente como el más feroz de los depredadores.
Hasta que llegaron
las luciérnagas.
Entonces allí estaban los
catorce, hechos una pelota de gente a punto de extinguirse, viendo como otra
bola de luz verde se les acercaba a toda velocidad. Lo primero que pensaron
fue que se trataba de la muerte (por todo aquel cuento de la luz y el túnel),
pero la muerte los seguía esquivando. No tenían fuerza ni para pararse,
así que esperaron entregados a que la luz misteriosa los atropellara.
Y la luz los
atropelló y los llenó de calor,
iluminando y convirtiéndolo todo a su paso en un
hermoso paisaje entre extraterrestre y surreal, con millones de lucecitas verdes
titilantes que nunca llegaban a tocarlos pero que los envolvían por completo. Sonaba además un zumbido grave, profundo y
constante que era como un mantra de luz que lo teñía todo de alegría y locura.
Los catorce se
levantaron de lo que de otra forma hubiesen sido sus tumbas y recibieron gustosos y sin
pensarlo dos veces cuanto regalo les ofrecieron las luciérnagas. No tardaron en
sumirse en una insanía sumamente absurda, de la cual no querían curarse. Sentían
una felicidad tan violenta y estúpida que les iba robando de a poco la conciencia. Y estuvieron por varios días saltando por el aire, bailando y girando, como bajo el influjo de una bomba de alucinógenos baratos.
A menudo se
trenzaban en humeantes orgías en donde participaban hombres, mujeres y luciérnagas
por igual, conformando un burbujeante torbellino de luces y carnes y fluidos
corporales que podía durar varias horas. Ya terminado el acto, los insectos
comenzaban apagarse de a poco, hasta que
todo era negro y frío de nuevo. Entonces se amuchaban nuevamente, uno al lado del otro,
para apaciguar el frío y esperaban pacientes a que la muerte se los llevara. Por suerte, después
de unas horas, las luciérnagas volvían a aparecer y el carnaval daba comienzo
nuevamente. De uno de estos
encuentros, una de las mujeres del grupo quedó embarazada. Nadie sabía bien por
qué le había tocado justo a ella, ni tampoco cuál de todos era el padre. Así que
todos fueron padres y todas fueron madres de igual manera.
Los meses fueron
pasando (con la cuota diaria de desenfreno, a cargo de los insectos
bioluminiscentes ) y la panza fue creciendo sin mediar problemas, hasta donde se
podía saber. Pero entonces las luciérnagas dejaron de aparecer.
Los catorce, ya
cansados de tanto sube y baja, dejaron de pelear. Ya no había nada más por
hacer. En esas condiciones ni la madre, ni Simón (como habían acordado en
llamar al bebé, convencidos de que iba a ser varón) iban a aguantar demasiado. Sin embargo, las
contracciones empezaron a aparecer con más frecuencia hasta que finalmente la madre rompió
bolsa.
Ella gritaba, quebrando el silencio de las penumbras, mientras los demás se le encimaban para darle
calor, le tomaban las manos y le susurraban palabras de aliento. Luchó valientemente
por horas, a grito pelado, hasta que de repente se calló.
Todos se quedaron
en tenso silencio, ansiando escuchar ese llanto que suele llegar para confirmar
que todo está en orden. Pero el llanto no sonaba.
De repente una luz
empezó a brillar tímidamente entre las piernas de la madre y unos segundos después,
estalló finalmente aquel sollozo acompañado por una explosión de luz verde
que entibió al instante a los catorce, que impávidos miraban como la luz era
producida por una pequeña protuberancia con forma de diamante en el centro del
pecho de Simón.
El científico lloró
de emoción, pues fue el primero en comprender que, además de estar viviendo el
nacimiento de su hijo, estaba al mismo tiempo asistiendo a la evolución de su
propia especie y a la salvación de su propio planeta.